Mi padre fue un hombre muy popular que nació un 14 de marzo de 1879 en una ciudad alemana a orillas del Danubio.

Heredó el carácter amable y generoso de parte del abuelo Hermann y la pasión por la música culta que le inculcó mi grobmutter Pauline, quien desde pequeño, lo arrullaba en su cuna bajo las notas del piano que tocaba desde el salón, al calor de la chimenea que servía para mitigar el frío de los crudos inviernos de la región. Así nació: escuchando melodías de compositores clásicos, ambiente musical que influiría más tarde en su deleite por el violín, el que tocó hasta el final de sus días y que le servirían para atenuar el silencio que se apoderó él, cuando ya sus cabellos se volvieron tan blancos como el liquen que se adhiere a la húmeda roca y su mente se movía por el pálido abismo del olvido. ¡Pobre mi padre! ¡Tan brillante y terminar aprisionado por los reveses del tiempo que todo lo carcome!

Los valores de la perseverancia y la dedicación que le infundió especialmente mi abuela, años más tarde, le servirían para sobrellevar las interminables horas que dedicaba al estudio y la investigación hasta altas horas de la madrugada , dando como resultado grandes descubrimientos que más tarde le valdrían el reconocimiento universal.

Contaba mi abuela Pauline que papá no habló hasta los tres años de edad, situación que preocupaba a la familia, pensando que algún tipo de retardo lo apartaría de la sociedad. A esto, se sumaba su carácter callado, paciente y metódico que le impedía destacarse y exhibirse delante de los demás. Era huraño y rehuía la compañía de los demás niños de su edad, convirtiéndose en un ente solitario que solo aceptaba la compañía de la tía Maya que era muy amena y ocurrente.

Cuando padre tenía 15 años y estudiaba la secundaria en un instituto militar, la rigidez y la disciplina le dañaron el carácter y entraba en continuas polémicas con sus profesores. Una vez, uno de ellos, como una vulgar pitonisa, le vaticinó en una discusión que « nunca conseguiría nada en la vida». El profesor, no vivió para morderse la lengua cuando, muchos años más tarde, se alzó con uno de los más grandes reconocimientos, solo posibles para un genio como él.A pesar de mis resentimientos y de no haber compartido sus glorias y sus éxitos, sentí orgullo cuando le dieron el nobel de física.

Fue tío Jacob, un ingeniero de gran inventiva e ideas, quien lo condujo por el camino de la investigación, proporcionándole libros que le abrirían el camino hacia un futuro promisorio. Heredé de mi padre ese espíritu de no tragar entero y escudriñar directamente en la fuente, las dudas. Se volvió tan escéptico, especialmente ante las afirmaciones religiosas, que renunció a sus convicciones judaicas y decidió ser ateo, porque consideraba que el único dios que rige el universo está en la ciencia que lo demuestra todo y se puede verificar: lo demás son hipótesis y pura charlatanería.

A finales de 1895 y con solo 16 años, papá renunció a su ciudadanía alemana y entró a Suiza como un apátrida pero enseguida inició trámites para naturalizarse en este país. Le llegó la ciudadanía cuando tenía 22 años. Mientras tanto, fue aceptado para ingresar a una escuela e iniciar estudios de física, destacándose siempre en las disciplinas de los grandes maestros Pitágoras y Euclides.

Cuando apenas era un culicagado de 17 años, conoció a una compañera de origen serbio, de talante feminista y radical de la que se enamoró perdidamente y, sin haberse casado, nací yo, Leiserl, su única hija que un buen día va a parar a un albergue regentado por serbios, como el origen de mamá Mileva.

¡Qué fácil es hablar de las cosas buenas de papá y qué difícil es hacerlo desde la perspectiva de hija abandonada, apartada desde pequeña del seno familiar!Aunque siempre lejos y sin contacto físico ni afectivo con él, siempre me mantuve cerca de mis abuelos, quienes intentaban llenar el vacío que me dejó las consecuencias del miedo de unos padres adolescentes que fecundaron irresponsablemente, dejándose llevar por los bríos de la juventud.

Estas situaciones me dejaron hondas huellas que nunca pude superar por mucho que me inculcaron mis abuelos, la comprensión y el perdón. En silencio, trataba de ignorarlo pero, podía más la fuerza de la sangre ,que mis resentimientos originados por un cruel desprendimiento que jamás llegue a comprender.

Nunca perdí de vista a mi padre y seguir de lejos sus logros, era para mí un consuelo que mitigaba en algo la ausencia de sus caricias y la mirada dulce y bondadosa de sus pequeños y vivarachos ojos.

Cuando supe que se encontraba muy grave internado en un hospital de Princeton en los Estados Unidos, como consecuencia de un aneurisma aórtico abdominal que lo llevó al mundo de los muertos, crucé el Atlántico para estar cerca de su lecho y acompañarlo en ese triste momento. No me desprendí ni un momento de su lado. Siempre estuve con sus manos entrelazadas con las mías y, sin quitar la vista de un crucifijo que pendía en la cabecera de la cama, con el rostro bañado en lágrimas, exclamé:

—« ¡Dios mío, Dios mío! dame valor para perdonarlo».

A los pocos minutos, papá murió…

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