Lluvia. A veces, purificadora. Otras, temeraria. En este caso, la acompañante en nuestro viaje, mi viaje, ese del que jamás me voy a olvidar.

En el asiento del conductor, mi hermano. Era de noche, una noche de mayo de esas que te dan ganas de quedarte en la cama. La lluvia que no paraba de caer, que inundaba la ruta y que ambientaba a la perfección nuestras vidas.

¿Era el cielo el que enviaba tanta agua? ¿O fue mi alma la que se desbordó?


La co-piloto: mi mamá. Afortunadamente, dormía. Necesitaba el descanso, el olvido aunque fuera por tan solo unos pocos minutos. Yo pensaba en ella, entre tantas otras cosas, y todo lo que había tenido que vivir, las desgracias que había tenido que sobrepasar, y cómo a pesar de todo, seguía entera. O eso nos hacía creer.


¿Acaso la lluvia no iba a parar más?


Los nervios me inundaban. Iba atenta, detrás de mi hermano, observando la ruta, ayudándolo a ver, ya que la lluvia no cesaba. Por lo contrario, por imposible que pareciera, iba en aumento. Sentía que el miedo penetraba en mi ser, un miedo que nunca había sentido antes, un miedo distinto. Mi cuerpo temblaba entonces me acomodé bajo mi campera, pero el temblor no cesó. No era frío. Tampoco el viaje.

Extendí mi mano y sostuve la suya. Nunca fui de hacer demostraciones de cariño pero sabía que ella lo necesitaba. Dormía por momentos. Por momentos, sollozaba. Iba a mi lado, en silencio, abrazada a su hija que también descansaba en esa noche para el olvido pero que, por más que intentara lo opuesto, iba a quedar grabada en mi memoria. Nadie hablaba, nadie habló, no había mucho por decir.

Veintiún años atrás cuando mi padre falleció, a mi hermana, la mayor de los tres, se le otorgó una responsabilidad. ¿Mi madre? No. La vida. Ahora era mi turno de asumir esa responsabilidad, y en su momento de mayor desesperación ayudarla a salir adelante.


¿Ayudar, yo? Si apenas me mantenía en pie.

La lluvia nos acompañó todo el viaje.


Recordé el momento en que mi hermana regresó a casa la noche anterior. Eran las cuatro de la madrugada pero nadie dormía. Esperábamos por ella y al llegar, nos fundimos en un abrazo las tres – mi mamá, mi hermana y yo – mientras repetíamos las mismas preguntas: ¿por qué de nuevo? ¿por qué a él?. Esa espantosa palabra resonaba en mi cabeza. Leucemia. No la podía pronunciar sin ahogarme. No la quería nombrar con la esperanza todavía intacta de que si no la decía, no se iba a hacer realidad. Ilusa yo que no me daba cuenta de que ya lo era.


Poderosa lluvia. También nos acompañó los días siguientes.

Nuestros viajes al hospital. Nuestras preocupaciones. Las malas noticias. La desesperación. La tristeza. Nuestra incertidumbre. La bronca. Nuestras preguntas. Nuestras plegarias. Las promesas. Los sacrificios.

La lluvia lo ambientó todo.


El viaje que nos quedaba por delante, por transitar en familia, era largo y arduo. No iba a ser fácil, lo sabía. Pero tenía que mantenerme fuerte.

Por mi hermana y su esposo, que estaban destruidos.

Por su hija menor, mi sobrina y ahijada, ajena a su corta edad a todo lo que sucedía alrededor.

Y por él, mi sobrino, mi pequeño gran guerrero.

El cielo cayó sobre nosotros, de la misma manera en la que nuestras vidas se derrumbaron en un instante.


Y luego un día, después de varios días, salió el sol.

Y volvimos a creer.

Liberadora lluvia, nos ayudó a descargar lo malo para hacer lugar a lo bueno.


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