«Descubrí que mi marido tenía otra familia, otra mujer y tres hijos. Había sospechado cuando hacíamos el amor y susurró un nombre distinto del mío. Empecé a espiar sus conversaciones y mirar su móvil cuando lo dejaba olvidado. Cuando hube tenido suficientes evidencias le interrogué y tuvo que reconocerlo. Han pasado varios años. Ahora, también ha engañado a su segunda mujer y vive con otra con la que tuvo otro hijo todavía»
Contaba esto con lentitud, recreándose en cada frase, tratando de utilizar el tiempo adecuado, ya fuera este el pluscuamperfecto, el imperfecto, el pretérito simple, o el anterior, feliz de llevar el peso de la conversación comprobando la admiración que su contenida fluidez causaba en aquel exiguo y diverso auditorio, formado por los que asistíamos al curso intensivo de italiano, nivel B2. Aparte de esta británica de mediana edad, había una joven sueca; un ejecutivo francés; un rico heredero neoyorkino que se preparaba para empezar un master en una universidad italiana, no se sabe muy bien de qué; una chica turca, recién casada con un siciliano; y una funcionaria del Ministerio de Exteriores austriaco.
Iba a estar en Pisa una semana, acompañando a mi mujer que dirigía un seminario de tecnología digital en la Universidad. Y se me ocurrió aprovechar el tiempo mejorando mi nivel en la lengua de Dante en este curso que ofrecía un instituto – en español se denominaría academia – que ocupaba un piso pequeño pero céntrico, al lado de la estación del ferrocarril. Llevaba ya algunos años tratando de aprender italiano. Y confirmando categóricamente con mi excepción esa regla de que es un idioma sencillo para los españoles.
Por las mañanas, nos dirigíamos mi mujer y yo cada uno a nuestros cursos dispares. En mi reposado camino – iba sobrado de tiempo – caminaba a lo largo de una calle que flanqueaba por su lado oeste al río Arno que parte la ciudad en dos. El primer día iba distraído, disfrutando de los impresionantes palacios en la otra orilla, cuando, no sé muy bien por qué, mi mirada se quedó clavada en el portal número 38, delante del que pasaba. Era una puerta de dos hojas en arco oval que en ese momento estaba entreabierta, revelando en su interior lo que no podía ser una oficina, al menos según los criterios actuales. Era un lugar austero, sin adornos, ni cuadros, ni posters colgados. Los estantes albergaban algunos archivadores antiguos, con aspecto de que nadie los había tocado desde hace años. La ausencia de ordenador alguno hacía que el lugar fuera apenas compatible con cualquier actividad mercantil de estos tiempos.
Sería quizá porque había que relatar algo que tuviera el suficiente interés para poder soltar largas parrafadas manteniendo en tensión a los oyentes; aunque siempre buscando la corrección gramatical, para evitar la interrupción del moderador para ceder la palabra a un compañero. O también porque, en el fondo, poco importaba contar cosas íntimas o escabrosas a una serie de personas a las que se dejará de ver para siempre en unos pocos días y que, además, probablemente no entenderán ni la mitad de la historia. El caso es que mis compañeros empezaron a seguir el ejemplo marcado por la británica y a contar episodios de su vida a cuál más íntimo e impresionante.
Entretanto, mi obsesión por la extraña oficina me estaba haciendo llegar tarde al curso perdiéndome así los jugosos cotilleos con los que nos obsequiaban los participantes pugnando por el protagonismo. Cuando entré aquel tercer día, la mosquita muerta sueca estaba en su apogeo, contando sin ningún sonrojo, en un italiano bastante pobre, su impactante historia: había venido a Italia por un chico de Pisa de quien se había enamorado mientras él hacía un Erasmus en Upsala. Había comenzado en Roma unas prácticas de la carrera que estudiaba, y se veían los fines de semana. Hasta que habían llegado las fatídicas vacaciones: «Durante las vacaciones soy venida aquí estar con él y mejorar italiano en curso, he podido coger un tren anterior que he reservado y soy llegada ansiosa al piso de Marco. Y allí he encontrado a él por cama con otra chica. Vuelvo Upsala, no ver más quiero italianos».
Espiaba el número 38 siempre que podía, trataba en vano de entender qué hacían los dos tipos que pasaban allí largas horas. Apenas hablaban entre ellos. Solo cogían el teléfono para salir a la calle en conversaciones, aparentemente privadas. No miraban ningún papel o pantalla. Recibían pocas visitas. Tampoco parecían acudir a ninguna reunión externa. Concluí que era una especie de “oficina de no hacer nada”.Una tapadera para alguna actividad ilícita, como blanqueo de capitales o movimientos bancarios opacos; quizá algo relacionado con la mafia.
Vi que alguien me estaba observando en la distancia y, disimulando, caminé hacia la clase a tiempo de escuchar el exhaustivo discurso del ejecutivo galo, salpicado de subjuntivos que debía creer que evidenciaban un elevado nivel. «No quisiera que mi pareja viajara a Sierra Leona, aunque fuera la oportunidad del programa de cooperación del gobierno francés. Hubiera preferido que se quedara en Paris conmigo, que me hiciera las comidas que más me gustaran. Y que estemos siempre dispuestos a hacer el amor», soltó ante la atónita audiencia.
A la mañana siguiente, mi vigilancia en el portal del número 38 fue muy breve. En cuanto distinguí a los tipos que venían hacia mí, eché a correr al Instituto. Al llegar, el profesor me pidió que contara alguna experiencia personal. Por los papeles sobre mi mesa, debíamos estar con la voz pasiva. Me esforcé en aplicarla en todas las frases de un relato que mantuvo a la audiencia boquiabierta. «Cuando la puerta era mirada por mí, una pistola ha sido sentida en mi cuello y me he sido dicho que no fuera vuelto por allí si mi vida era querida que fuera vivida largamente».
Todo con mi marcado acento de Chamberí: La excepción que confirma la regla.
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