Se levantó temprano… para matar a un hombre

Se levantó temprano… para matar a un hombre

María Yáñez

09/09/2019

Un día de febrero muy temprano, digamos que las 6 de la mañana, poco común en su caso, estaba presta, con la energía lista para quemar, con las botas bien puestas y un gesto implacable. Más que nunca en sus zapatos.

Con una misión tan clara como la luz de las luciérnagas: matar a un hombre. A ese que se decía libre y salvaje, así se presentó cuando se conocieron dos años atrás. Así la conquistó, así la sedujo, así la embruteció.

Ella se enamoró estúpidamente como se enamoran todas las mujeres inteligentes e intensas, como diría la escritora mexicana Ángeles Mastretta. Ese amor casi de culto le quedaba cómodo al español. Se antojaba presa fácil, parecía deslumbrada, dócil y fascinada por su personalidad y por la historia que llevaba a cuestas: recorrer el mundo a pie.

Se conocieron a su paso por México y decidió hacer una pausa.

Vivieron un amor digno de novela, un idilio como pocos. Juntos eran niños, eran tontos, eran lumbre.

Sospechaba que ella también era libre y salvaje, pero estaba ensimismado y el amor que ella le profesaba lo hacía sentir seguro y confiado. La creía incondicional. No había preocupaciones, lo tenía todo con ella. Su trabajo era brillar y lo hacía muy bien. La mesa estaba puesta.

Su corazón no mentía. Lo amaba como nunca había amado en su vida, un amor que si tuviera color sería rojo sangre, rojo pasión. Lo vivió así de intenso, pese a la ausencia de certezas, salvo el fuego que despertaba en ella.

Era uno de esos amores que alumbran al mundo que los rodea, tan solo con existir. Pero ella tenía amor propio, tenía un camino antes de conocerlo, un sueño con él y una vida sin él.

Él no lo concibe, como suele pasar con esos hombres que destilan libertad, que la quieren patentar, que les encanta protagonizar. No soporta el horizonte de ella a su lado y tampoco su andar seguro, desprendido, sin ataduras, fluido y orgulloso.

Al descubrir la traición, ella lo cuestiona. Él lo niega, lo minimiza y hasta se ofende. La evidencia no la deja ceder. Lo pone contra las cuerdas, a ese hombre que se jactaba dando conferencias por el mundo sobre el amor, la paz y, especialmente, la verdad. La libertad.

A él no le queda más que admitir su infidelidad y mentiras, no sin dar las últimas patadas en su defensa respondiendo con una acusación:

—Es que tú eres demasiado libre.

—Eso no me hizo serte infiel— responde ella.

Él insiste llamándola injusta, recorrer el mundo también implica soledad y necesidades, salpica.

A ella el dolor la hizo fuerte para no conceder segundas oportunidades. Está convencida que esas llegan casi siempre a un triste final.

En acción y en intención cierra la historia, pero sanar su corazón sigue pendiente. Sabe que la única salida es matar a ese hombre, ir a la tierra que lo vio nacer para que lo vea morir. Y para eso se levanta tan temprano de la cama. Se pone sus mejores botas, unas todo terreno, con la determinación de habitar sus propios pasos.

Con la mirada fija en su camino, comienza la misión.

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