Desde hace varios años, es el sueño de todos los quinceañeros de mi país, Uruguay. Tanto los varones como las chicas anhelan viajar en grupo a Bariloche en las vacaciones invernales del mes de julio, con muchos de sus amigos de la misma edad.

Actualmente la propuesta turística para los jóvenes incluye cada vez más diversión, más lugares para visitar y un traslado más rápido. Ya no se viaja en ómnibus, lo que incluía muchísimas horas de viaje; ahora el traslado se realiza en avión.

En mi época no existía esa posibilidad. A lo máximo que se podía aspirar, si la situación económica familiar lo permitía, era a la fiesta de cumpleaños con orquesta en vivo. Otros ni siquiera podíamos pensar en eso y los 15 años llegaban como cualquier otro cumpleaños: con una torta y la visita de los familiares más cercanos.

Pero como la vida da revancha, mi viaje a Bariloche lo realicé a mis 54 años. No fue en época invernal, cuando la nieve cubre todo para diversión de los quinceañeros que viajan ahora. Fui en noviembre, cuando las retamas pintan de amarillo los bordes de la ruta desde varios kilómetros antes de llegar a la ciudad, conformando un jardín silvestre continuo e inacabable.

El paisaje, espectacular y hermoso, contrastaba radicalmente con las áridas tierras que habíamos atravesado horas antes, sin señales de vida urbana ni la presencia de casas, personas o animales.

Las tierras arenosas y los pastos duros y secos dieron paso a una abundante y espesa vegetación verde, salpicada por los tonos amarillos de las retamas.

Después de más de 30 horas de viaje en ómnibus, con paradas esporádicas para comer o estirar las piernas, la belleza del paisaje circundante alivió en parte nuestro cansancio que, acompañado del calor y el deseo de darnos una ducha, estaba convirtiendo en interminable nuestro viaje.

De pronto, la vegetación se abrió ante nuestros ojos y mostró lo más maravilloso de esa zona: el lago Nahuel Huapi. Las mansas aguas de un azul intenso apenas ondeaban a causa de una leve brisa de fines de primavera.

La majestuosidad del espectáculo que la Naturaleza nos brindaba hizo que olvidáramos por completo nuestro agotamiento, y nuestros planes iniciales de llegar al hotel directo a ducharnos y descansar fueron rápidamente sustituidos por la urgencia de dejar las valijas sin abrir en la habitación que nos asignaron y salir a caminar por la orilla del inconmensurable lago de origen glaciar.

Ese paseo a pie sólo fue superado en disfrute y admiración por el que hice dos días después en un barco en el que recorrí algunas de sus islas durante toda la tarde.

Desde el agua, que se abría en un abanico de espuma blanca a nuestro paso, podíamos apreciar las montañas que rodean al lago y las hermosas casas que aparecen, de vez en cuando, en la ribera. Las gaviotas nos sobrevolaban y se posaban en las barandillas del barco, seguramente buscando que algún pasajero compartiera con ellas las migajas de su merienda.

La agradable brisa y el cálido sol hacían disfrutar mucho el viaje en las primeras horas posteriores al mediodía. Cuando, más tarde, se puso demasiado fresco, todos los pasajeros nos instalamos bajo techo. Pero no duró mucho mi estadía adentro.

Las maravillas que la Naturaleza nos regalaba a medida que comenzábamos el regreso al puerto y que yo sólo podía apreciar parcialmente a través de las ventanas del barco, me impulsaron a salir nuevamente a la cubierta mientras el resto de los pasajeros se mantenían al abrigo interior.

El aire, frío a esa hora de la tardecita, me obligó a ponerme la capucha de mi campera. Pero aunque no era agradable estar a la intemperie, no podía moverme de aquel lugar, en el centro de la proa. Desde allí veía acercarse rápidamente los islotes, que parecían venir directo hacia mí, y mi mirada se extasiaba observando el paisaje terrestre y las magníficas ondas que se formaban en el agua a medida que avanzábamos.

Fue en ese preciso momento que la emoción me embargó. Recordé los momentos difíciles que había atravesado meses antes y tomé conciencia de que aquel paseo era el premio que la vida me daba por haberlos superado. Fue inevitable que un par de lágrimas resbalaran por mis mejillas.

De pronto, mi silenciosa soledad en la proa de aquel barco se vio interrumpida por la presencia de un joven que viajaba en la misma excursión. Celebrando sus 15 años, su madre le había regalado aquel viaje.

Me tomó por sorpresa su aparición. Ensimismada como estaba en mis recuerdos y pensamientos, me sobresalté un poco cuando él pasó su brazo por mis hombros y me preguntó afectuosamente:

  • – ¿Qué haces aquí, tan solitaria?

No sé por qué, allí, parada en el medio de la proa de aquel barco, mi respuesta fue tan insólita que me sorprendió a mí misma:

  • – Te estaba esperando, mi Leonardo Di Caprio.

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