El barco había llegado a tiempo. La isla nos recibía con un maravilloso día de sol, y allí estaba nuestro amigo Ramón, esperando ansioso por este reencuentro, para seguir recorriendo de a pie las maravillosas Islas Canarias.
Era el turno de Lanzarote. Julia, Ramón y yo estábamos dispuestos a explorar los puntos más recónditos y menos concurridos de la isla volcánica, imponente con sus playas y cerros cubiertos por arena negra.
Las distancias entre las diferentes calas y bahías eran relativamente cortas. Teníamos tiempo y ganas de disfrutar del paisaje, de oler, de sentir, de escuchar a la isla.
En determinadas ocasiones recurríamos al auto-stop, pero nunca era la primera opción. Para iniciar una buena caminata era menester dormir bien, despertar temprano, desayunar alguna fruta, a veces un snack y siempre el mate.
De la estación portuaria nos dirigimos al mercado del pueblo, para comprar algunas provisiones. Por experiencia, sabíamos lo que necesitábamos antes de largarnos a una nueva aventura.
Cada uno contaba con una bolsa de dormir y un aislante térmico. Nos dividimos las provisiones; además, llevábamos un bidón de cinco litros de agua por persona, más objetos personales.
También portábamos tres tiendas de campaña personales, si bien pocas veces las usábamos. A pesar de estar en abril, el templado clima de la isla permitía disfrutar de dormir con un techo lleno de estrellas y poca luminaria artificial.
Ramón había visto en el mapa una hermosa cala de arena fina y dorada y fuimos en su búsqueda, evitando las playas más turísticas del sur de la isla.
Queríamos evadir el ruido, el consumo, lo masivo. Preferíamos perdernos por los senderos que bordeaban los infinitos acantilados, buscando solitarias playas paradisíacas.
Si bien la temperatura rondaba los veinte grados, la caminata con peso en la espalda invitaba a entrar rápidamente en calor. No había apuro por llegar, sabíamos que en cualquier rincón cercano se encontraba nuestra próxima morada; sea para pasar la noche o para descansar y relajarse por más tiempo.
Sin embargo, las horas pasaban y no se distinguían más que acantilados; ninguna cala de fácil acceso y bajada. Cada tanto parábamos a descansar, a tomar un poco de agua e ingerir algo de energía.
A pesar de las temperaturas primaverales, e incluso de verano – ya que invitaban a nadar en las templadas aguas del océano -, el horario era invernal. En toda la península Ibérica era pleno invierno, y si bien allí no se sentía, alrededor de las seis de la tarde empezaba a oscurecer.
Como nos había sucedido en contadas ocasiones cuando estábamos caracoleando (término que empleo para referirme al hecho de andar con la casa a cuestas dentro de una mochila), la ayuda volvía a aparecer en el momento indicado.
Las esperanzas no se habían perdido, pero tampoco podíamos negar que nos encontrábamos un poco desahuciados al no haber encontrado aún un lugar para dormir.
Decidimos sentarnos a descansar una vez más cuando vislumbramos en la playa a una persona. Estaba lejos, lo mirábamos desde arriba de los acantilados, la luz era tenue, pocos minutos atrás había caído el sol.
Era un pescador, logramos divisar su caña entre las piedras, pero no entendíamos como había llegado hasta ahí. Él ni siquiera nos veía, totalmente inmerso en la placentera tarea de conseguir su propio alimento en la tranquilidad de ese lugar.
Buscamos el modo de bajar; si el pescador lo había logrado también podríamos.Era cuestión de descender por las piedras, al estilo de escalada libre, buscando el modo más sencillo y menos riesgoso de llegar a la costa.
Conseguimos bajar de un modo poco práctico, sin las mochilas ni carpas, que habían quedado arriba, para evitar cualquier riesgo extra provocado por el contrapeso.
Así nos encontramos con Luis, un pescador local, quien vio interrumpida su soledad por la presencia de estos curiosos caminantes. Amablemente nos explicó cual era el lugar estratégico para volver a subir, el cual no era visible desde arriba.
Asimismo, nos sugirió dormir allí, no sobre la arena, debido a la creciente de la marea, sino en una inmensa cueva, hacia el lateral izquierdo de la pequeña cala, oculta, debajo de los inmensos acantilados.
El lugar era maravilloso, no podíamos creer habernos topado con semejante obra arquitectónica de la naturaleza. Era realmente una casa cueva, pero el mar se adentraba en ella, golpeando contra las piedras, haciendo eco en el fondo.
El pescador nos aseguró que la marea subía solo hasta donde comenzaba la cueva, pero era un poco aterrador pensar en que podía subir más de lo normal, quedando encerrados dentro de la misma. Si eso sucedía era imposible correr hacia atrás, la única salida era adentrarse entre las olas que rompían contra las piedras para salir del encierro.
De todos modos, decidimos confiar en la palabra de Luis. Él estaba acostumbrado a pescar en ese lugar e incluso había pasado allí más de una noche.
Subimos a buscar nuestras pertenencias, ahora sí por el camino indicado, con la sonrisa dibujada por haber encontrado tan bonito sitio para pasar la noche.
La cueva era muy amplia y enseguida nos acomodamos, preparamos una liviana cena, acompañada por un pequeño fuego y antes de las nueve de la noche nos dispusimos a dormir.
Entrada la madrugaba nos despertó una luz resplandeciente desde el medio del océano. Un poco asustados, pensamos que era un barco, tal vez la guardia costera, pero tenía una luminosidad muy intensa.
Las olas golpeaban casi en nuestros pies, y poco a poco pudimos ver como una inmensa y amarilla luna llena comenzaba a salir desde el mar, dejándonos atónitos por semejante espectáculo.
La luna se fue achicando a medida que fue subiendo, allí a lo lejos, en el horizonte del océano; pero ya no pudimos volver a dormir. Ese magnífico e inconmensurable regalo que la naturaleza nos estaba regalando nos llenó de éxtasis para el resto de la noche.
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