Los terremotos o temblores, los he sentido siempre mientras duermo, a horas punta de la madrugada y no me dan miedo. Al estar semi dormida me dejo llevar por el movimiento que para mí es placentero. Me parece que el mundo se acaba , la Tierra estornuda, pero dentro de mí hay una despreocupación igual a la que uno siente de bebé dentro de la cuna o en los brazos de su madre. En cuestión de segundos mi cuerpo entra en un estado de calma absoluta y ligereza que parece eterno. El cuerpo levita y pienso: «Si tengo que morir así no pasa nada». Me sorprende que esta sea la reflexión que tengo durante el tiempo que dura ese tambaleo inmenso, pero es así. Es como si el tiempo se estirase y uno saliese de su cuerpo para ver las cosas desde fuera.
Aquel gato marrón dorado, casi pelirrojo primer gato que aparece en mi estancia en Tokio y que surgió de la nada no fue casual.
Me transmitió el mensaje necesario: quédate, no te vayas tan rápido, hay mucho que aun puedes aprender aquí y Tokio te necesita tanto como tu a ella.
La presencia de la ciudad es tan arrolladora que puede seducirte poco a poco o de golpe sin filtros. Estaba sumergida y envuelta en ella por primera vez, al mes y medio de estar allí y ya me había atrapado.
Podía haber encajado en cualquier otro lugar del mundo, pero sin embargo allí estaba Uma, dormida sobre el futón sin ninguna razón por la que irse. La casa minúscula de dieciséis metros cuadrados y un patio colectivo invadido de andamios y hombres ratón. Así fue como se despertó esa mañana. Uno de los obreros de uniforme impecable dio un toque a la puerta corredera del balcón de la casa juguete y la sábana blanca vibró sobre su cuerpo semi desnudo.
El chico que vende las flores, parece una abeja entrando y saliendo de la tienda a mojar las plantas, es calvo y va rapado al cero, su calvicie es muy sexy y es lo que le hace especial. Es amante de las plantas, ama cuidar de ellas y eso fue lo que me atrajo de él cuando lo vi salpicándole agua al romero; pasé cerca y me paré, froté mis dedos contra el romero, pensé en comprárselo pero no lo hice, él no me vio. El mismo día por la tarde cuando volvía del restaurante volví a pasar por la tienda y se lo compré, ahora tengo la primera planta en el balcón donde estoy creando un jardín en miniatura.
Los gatos de Tokio no son casuales, repito.
Con frecuencia visité a un viejo gato blanco y negro por fuera de un templo por el que solía pasar y se dejaba acariciar. Aprovechaba para respirar calma, serenidad y el gato se quedaba un buen rato conmigo, era cariñoso.
Medité y pensé en la magia de crear un mapa de los templos y santuarios en Tokio, pues son espacios que neutralizan las energías de la ciudad y marcan recorridos, al igual que las instalaciones para la recogida de aguas pluviales, el tendido eléctrico, mires a donde mires la ciudad se reconstruye al milímetro, la arquitectura está viva. ¿Cómo reflejar eso en un mapa si a los cinco minutos ya habría cambiado?
Las carpas en el agua son muy juguetonas y memorizan a sus visitantes. ¿Has visto cómo nadan? Acostumbré a visitar a una gigante del santuario que queda al lado de la gasolinera donde ponen música latina a diario y está muy cerca de donde me quedo.
Ya van dos gatos y dos temblores de Tierra.
Uma trabajaba preparando cajas de comida, limpiando oficinas y luego en el restaurante de comida española, no paraba casi, solo libraba los viernes por la tarde y estaba muy flaca, pero juntas nos reíamos a carcajadas, casí sin hablar el mismo idioma, la risa es universal. Pritti, la gorda de Nepal, me llamaba «stupid gal» y con mucha razón, pues no era más que una niña estúpida haciéndola reir y pasando el rato. Era hermosa, como su nombre indica.
Los lunes, que era mi día libre conseguí dedicarme a hacer lo que más disfrutaba: escribir. Dejaba que la corriente de aire renovara mi casa vacía, que se convirtió en espacio suficiente donde desarrollé estas reflexiones. Me vi escribiendo mientras escuchaba música a través de unos auriculares para no molestar a los vecinos, barría el suelo tres veces en semana, siempre que libraba, lo primero que hacía era dedicarme a limpiar la casa, era tan pequeña que en cuestión de media hora estaba limpia, el espacio recobraba fuerza.
Las personas aquí van deprisa, todo está en movimiento, es tan pequeño el vacío en el que la gente vive, que puedes ver barrer a un señor la acera frente a su casa con gran esmero y es como si ese trozo de calle le perteneciera. Aquí barrer así, es lo más común del mundo. Barrer es necesario, barrer significa limpiar, desquitar la mala energía. Si no se barre bien siempre quedarán secuelas del pasado. La vida en la calle es el reflejo de la vida en comunidad pero sin transparencia hacia el espacio interior que queda separado radicalmente de cualquier mirada intrusa o conexión entre dentro y fuera, contradiciéndose con la arquitectura japonesa tradicional.
«Ame» significa lluvia en japonés y es el pretérito perfecto simple del verbo amar en español. Quizá sea la lluvia de Tokio lo que más echo de menos. A los japoneses no les gusta coger sol ni mojarse, están muy preparados para cualquier imprevisto y tienen poco tiempo para viajar porque trabajan muchísimo todo el año, por eso ahora no me extraña ver grupos de turistas japoneses en su única semana de vacaciones sacando fotos, los entiendo, yo hice igual pero quise quedarme más de una semana, y fue casi un año de mi vida improvisado.
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