Hallstatt a. C
Érase una vez un tiempo muy, muy lejano, en el que los hombres, ofuscados en sus quehaceres, habían perdido todo contacto con la madre naturaleza, desconocían su vulnerabilidad.
Con su esfuerzo e ingenio construyeron herramientas rudimentarias de piedra y cornamenta de ciervo con las que consiguieron arañar un camino hacia las entrañas de la tierra.
Cada día, peldaño a peldaño, y crujido a crujido, descendíamos envueltos en el humo de las antorchas, en busca del oro blanco.
El día que empezaron las vibraciones mi visión cambió, se tornó más y más borrosa. En cambio, las bayas chispeaban como si el sol las iluminara en la profundidad de la mina. Quedé confundido. Quise comunicarme. Por mucho que intentara vocalizar, solo conseguía que saliera de mi boca un sonido estridente. Me asusté. Caí desplomado entre las cientos de antorchas consumidas que tejían el suelo. Cuando abrí los ojos me encontraba en medio de un gran alboroto, en un mundo de aguas transparentes. Todos se apresuraban, iban y venían inquietos de un lado a otro atiborrándose de alimentos. No parecía nuestro lago. ¿Dónde estaban las enormes montañas? ¿Y las pequeñas casas?
El bullicio cesó y un nasal graznido llenó el ambiente:
—Se acerca la primavera, mañana migraremos al lago de Hallstatt.
No se oía ni un leve graznido.
¡Sed prudentes! —recordad: planearéis todo lo que podáis. Yo, como experto, me situaré en cabeza y os guiaré. Pararemos para descansar y comer. En medio del vuelo cada pareja se intercambiará varias veces y a tiempos iguales. Mañana, nos reuniremos en tierra, al este del lago, y cuándo el sol haya calentado, aprovecharemos las corrientes ascendentes del aire para elevarnos.
¿Cómo podía entenderle? Miré las transparentes aguas y contemplé atónito mi reflejo. Desperté en el mundo que bulle alrededor de las teas, entre el insistente repiqueteo del pico de bronce y el mazo de madera contra las vetas de sal. Me levanté confuso y seguí arrancando pequeñas piezas de sal. Esa noche, las lombrices apelotonadas unas sobre otras, se sucedían entre los arbustos del camino, huían de sus madrigueras, como si sintieran la cercanía de cientos de topos. Me acosté en la banqueta y mis sueños moraron en el mundo de los reflejos, volaba con una bandada de patos, entre un constante murmullo de graznidos, ¿cómo lo hacía?, vi mi ala situaba en un remolino de aire que subía cuando el pato que iba delante de mí batía las alas. Recordé mi primer vuelo, en el que me lancé a plomo batiendo mi pequeño plumaje, era extraño, creía estar en un sueño.
Desperté alarmado, siempre soñaba lo mismo, parecía tan real. No se oía nada. Ningún pájaro. Solo silencio. Llegué extenuado a la boca de la mina. Conforme descendía, el aire parecía más y más cargado y un olor desagradable sobresalía sobre el suave olor de las antorchas. Se me nubló la vista… este sí que era nuestro lago, incliné la cabeza en las aguas cristalinas y contemplé una vez más, mi rostro sobre el reflejo de las enormes montañas. Cerca estaba Luca impermeabilizando su plumaje, recogía con su cabeza y pico el aceite cercano a su cola y lo untaba por todo el cuerpo. En algunos momentos, turbado, contemplé plumas esponjosas y suaves debajo de su impermeable…
Los trabajadores de la mina de sal se refrescaban en las cálidas aguas antes de dirigirse a sus casas de madera y barro. Sigiloso les escuchaba, entendía sus palabras, sus frases, su significado, comprendía sus preocupaciones y su desesperación ante tan duro trabajo, les cogí estima.
Al despertar, en el mundo de las sombras, las mujeres transportaban la sal en enormes sacos de piel y cuero. Mareado. En el suelo. Sentí como si remara. Me extrañó no coincidir con ningún animal. Demasiado solitario. Ningún ruido. Ningún pez pequeño que comer. Un olor desagradable me fue invadiendo. Cada vez estaba más y más cansado. Todo parecía estar intoxicado. Inmediatamente entendí. Iba a producirse un corrimiento de tierras en la mina de sal. Debía salvar a los trabajadores de la mina.
Me impulsé con mis patas y empecé a batir las alas lo más rápidamente posible intentando llegar a la velocidad que me permitiera mantenerme en el aire y me dirigí hacia la mina. Nunca había entendido porque podía graznar con los patos, balar con las ovejas, sisear con las serpientes, croar con las ranas… y entender a los humanos. Seguía esforzándome batiendo las alas para llegar lo más rápido posible.
Recordé aquel día, había seguido a los trabajadores ocultándome entre los árboles y cuando todo era oscuro, me mezclé entre ellos. Quedé conmovido. En cuanto divisé la mina empecé a reducir el movimiento de las alas y aumenté su curvatura para facilitar el aterrizaje. Una vez en tierra descendí iluminado por la luz que escapaba de la mina. Al verme, algunos trabajadores pararon por un momento sus quehaceres.
—Desplome inminente
Nos dirigimos rápidamente a la salida.
—Al lago todos. Corred.
Poco tiempo después los árboles crujían, las rocas chocaban unas contra otras con gran estrépito y un leve sonido retumbante crecía… finalmente una explosión. Masas de tierra de hasta diez metros de altura fueron arrastradas valle abajo, taponando la mina.
Hoy, tras novecientos años, en un momento de gran tensión entendió que en otra vida había sido un pato y debido a su insistente curiosidad por la vida de los mineros se había convertido en uno de ellos, un minero que no había olvidado su sensibilidad… la que le ayudó a salvar tantas vidas. Esta vez debía salvar a sus compañeros. En cuanto dio la voz de alarma, salieron rápidamente por la escalera y por las resistentes cuerdas que subían la sal a la superficie. Se refugiaron en las aguas del lago y desde allí observaron el colapso de la montaña.
Así fue como unos mineros aprendieron a sobrevivir gracias a unos patos y como animales y hombres volvieron a entrelazar sus vidas en comunión con la naturaleza.
Imágenes libres. Autor: Dominic Groebner Hans Reschreiter.
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