LOS PERROS DE LA MEMORIA

LOS PERROS DE LA MEMORIA

Camino por última vez por estas calles desnudas. Mis sombras arrastran por ellas la gravilla de mis desdichas. Los perros abandonados acuden alertados por el ruido. Son los perros de la memoria. Lastiman mi cuerpo con sus garras. Me muerden. Es el hambre, un hambre que entiendo: es hambre de anhelos. Las miserias humanas acampan por todos y cada uno de los rincones de esta ciudad, de este país de colores ya agrios para mí. Incluso a mí mismo me percibo diferente. Mi silueta es difusa. Y es que me desdibujo a medida que voy entendiendo que soy una pieza que no encaja en este rompecabezas ingrato.

El amor fue la escusa. Ambos, el amor y yo, naufragamos en este intento. Lo supe cuando llegué, la primera noche. Y lo callé durante tres años. Tres años mirando el cielo del revés, perdido bajo aquel espectáculo azul oscuro con un montón de estrellas y constelaciones extrañas. Y por más que intentaba encontrar las de siempre: las que me acompañaron durante mi niñez y mi adolescencia, las que siempre me escucharon, las que vigilaban todos mis secretos, esas, habían desaparecido. Pero me quedé tres años. Tres años recorriendo tus calles y tus recovecos; perdiéndome en la lógica de tus caminos de tierra y tangos; haciendo el amor en tus puertos; enamorándome de tus ruidos y tus luces y embriagándome de tus acentos; degustando tus virtudes; contagiándome de tu pasión. Quise descubrir cada una de las huellas que la Historia dejó marcadas en tu orografía: besar tus montañas valientes, tus valles conquistados y levantar ruinas de amor. Acariciar con mi mirada cada una de tus caras, de tus ángulos, de tus vértices… pero jamás conseguí penetrar en tu piel. Fuiste una tierra árida, una mala amante. No encontré más que cosechas de espinas, caras desconfiadas detrás de rejas y ventanas. Falsas sonrisas de alambre, alacranes en el armario.

Aquí me ves… con un nudo en la garganta. Un nudo de miedo. Un miedo racional, real, de los que van de dos en dos despojándote de toda dignidad. Un miedo que se alimenta de estas calles desiertas. Aquí la vida vale lo que lleves encima. Por eso aquí nadie tiene nada, ni calor ni frío; ni ganas; nada, nipasado ni futuro. Es un presente eterno donde me cansé de hacer cabriolas con las venas partidas. Callejones sin salida. He perdido el brillo del principio. Soy consciente. Lo he perdido por el uso y el desuso; por el uso y el abuso. Lo he perdido por ti, y mientras, te creces viendo cómo deambulo por estas calles sin poder mimetizarme en ellas. Ya me acostumbré. Siempre fui, soy y seré aquel extranjero ingrato, como aquel conquistador de antaño. Se acabaron para mí las avenidas y las bienvenidas. Se instalaron los claroscuros sobre colores pastel; los verdes gastados, los grises.

Los perros de la memoria vuelven a mí. Están tranquilos. Me dan una tregua porque saben que me voy. Pienso en todo lo que antes quería lejos. Ahora lo quiero cerca. Aquí los inviernos son muy fríos y me hielan las esperanzas. Quiero veranos sin lluvia. Mis huellas en la arena. Una caña en un bar. Quiero perderte de vista. Pero de a poco, con la barbilla apoyada sobre la baranda de un barco.

Llegué con mi vida en una maleta. Llegué hace tres años. Hoy, no me importa irme con harapos, ni con este mal sabor de boca. Tenía que probarte, tenía que beber de tus labios. Me fui para encontrarme; me fui para no volver; me fui detrás de un recuerdo buscando el encuentro. Hubo encuentro, lo hubo. Lo hubo en el desencuentro. Tu veneno se incrustó bien adentro, bajo mi piel, se instaló en mi mente, en mi memoria. Te llevo tatuada en el recuerdo. Una mala amante. Un gran amor.

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