Señor Comisario, le vuelvo a repetir que yo no tengo nada que ver con la caída de la marquesina del cine Bilbao. Todo fue un pálpito, una intuición que tuve como muchas otras que he tenido desde que regresé de Pakistán.

No, si ya sé que es difícil de aceptar, nada más hay que verle la cara que pone; ni yo mismo me lo creo cada vez que acierto, que no es siempre, pero sí muy a menudo. Por eso les llamé para advertirles y comprendo que ustedes no puedan dar crédito a todo lo que la gente les cuenta. Sin embargo, consideré mi deber avisarles de que yo tenía la imagen en mi cabeza de la marquesina en el suelo con gente debajo espachurrada, como finalmente ocurrió. Creo que cumplí con mi deber al telefonear y contárselo al oficial de guardia. Que me creyera o no, eso ya no era cosa mía. Seguro que usted hubiera hecho lo mismo. Siento mucho lo que ha pasado, pero no sé por qué soy yo el primer sospechoso, cuando todo el mundo sabe que los carteles de las películas son muy pesados a causa de los bastidores metálicos que les sustentan, y que en el cine Bilbao, estos carteles se apoyaban en una marquesina ya bastante desvencijada.

Quédese con mi pasaporte si es necesario, y no se inquiete que cuando me llamen a declarar allí estaré, pues soy el primer interesado en que todo esto se aclare y mi nombre quede libre de sospechas. Me dedico a las relaciones públicas y una mancha así destruiría mi carrera.

Sí, sí, le vuelvo a contar las veces que haga falta que este don que poseo no es de nacimiento, que va; sólo hace ocho meses que lo tengo y no crea que me resulta fácil vivir con él. No sabe la angustia que me provoca cuando un presentimiento me dice que va a ocurrir una desgracia, y las autoridades competentes no me hacen ningún caso. Simplemente dicen, vale, vale, tomamos nota y gracias por llamar. Me imagino que después se ríen y comentan que otro loco visionario les ha llamado porque no tenía nada mejor que hacer. Ya veo que afirma con la cabeza, señor Comisario.

Cuando le aseguro que todo comenzó días después de mi viaje a Pakistán, es debido a que lo creo así. Se lo contaré de nuevo pero verá que no cambio ni una coma pues le estoy diciendo la verdad.

Hace ocho meses tuve que ir a Lahore, en el Punjab, para organizar una boda entre un español y una joven pakistaní. Todo fue de maravilla. Allí las bodas son el acto familiar más importante en la vida, no solo de la pareja de novios, sino también de la familia y de los amigos. Muchísimo más que aquí en España. No se puede comparar.

El caso es que después de todas las celebraciones a las que tuve que asistir, y fueron muchas, en el momento de regresar, la Pakistaní International Airlines canceló mi vuelo y me tuve que quedar dos días más para coger el siguiente, que saldría esta vez, desde Islamabad. Bien, como ya estaba libre de trabajo, esa tarde me dediqué a hacer un poco de turismo por la Medina y el barrio antiguo. Aquello, como supondrá señor Comisario, es muy diferente a lo que tenemos aquí. Al atardecer, ya un poco cansado, decidí no regresar al hotel para cenar, sino hacerlo en aquella zona y después ya volvería en taxi.

Un chico que hablaba inglés y al que pregunté, me recomendó un restaurante. Ahora no recuerdo el nombre pero estaba en la terraza de una azotea, a media luz de unas pequeñas velas, en un cuarto piso y desde el que se veía de una manera espectacular la mezquita de Badshahi, hermosa y sabiamente iluminada. Aun me acuerdo que cené cordero con arroz, bien sazonado en curry como a ellos les gusta. De beber, tomé ese vino insípido que les sirven a los pocos occidentales que se dejan caer por el país. No tomé postre. Lo cambié por una pipa de agua con sabor a canela que fumé lentamente, mientras contemplaba la mezquita del Emperador que parecía flotar en la humedad de la noche.

La verdad es que ya no me acuerdo de más. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en el aeropuerto internacional de Islamabad, con mi equipaje y el pasaporte en la mano. No me faltaba nada y ya me encontraba en la sala de embarque. Tengo un lapsus en la memoria de aquellas treinta y dos horas y por más vueltas que le he dado, no consigo rememorar ni un ápice de cómo llegué a Islamabad primero, y hasta el aeropuerto después.

También le digo, señor Comisario, que había una gran mesa con gente misteriosa en aquel restaurante. Hablaban con cuchicheos en urdu y de tanto en tanto volvían la cabeza y me miraban. Iban vestidos de manera diferente al uso del país pues no llevaban el característico shalwar kameez. Parecían santones indios y sé que eran trece porque los conté.

Ya en Madrid, una mañana tuve mi primera intuición: el número de los ciegos que iba a salir ese mismo viernes. Y efectivamente salió premiado el número. Reconozco, señor Comisario, que me he enriquecido siguiendo mis pálpitos, pero no creo que eso sea ilegal, y además puedo demostrar que el dinero ingresado en mi cuenta corriente procede de números premiados en los juegos de azar. No ha habido pues, un pago por un supuesto atentado que al parecer usted me achaca.

Es más, no debería decírselo pero se lo voy a decir, que ya estoy cansado de tanto interrogatorio, que llevo aquí más de cinco horas y quiero irme a casa. Usted va a enfermar de cirrosis en breve si no deja de beber, ya. Y si no, al tiempo. Usted sabrá lo que hace, señor Comisario.

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