Pese a haber terminado la tarde anterior en el bufete casi a medianoche, salí con las primeras luces de mi apartamento. Quería llegar antes de mediodía a “nuestro” bungalow en la playa de Pampelonne. Sentía cierta inquietud porque no me terminaba de convencer tener que compartirlo con mi “ex”, y menos aquel verano, pero no había conseguido encontrar una excusa convincente a su propuesta. Al fin y al cabo, nos llevábamos bien y la mitad era suyo.
Nadie sabía todavía que mi vida había entrado en caída libre. Y aunque mi fachada era la de una profesional bien considerada, con un ático de ensueño en la Rue des Couteliers de Toulouse y a la que no le faltaba compañía cuando le apetecía, lo cierto es que, desde que me habían dado los resultados médicos, estaba estudiando cómo desaparecer discretamente y de la forma menos dolorosa para mi, porque, aunque fuera cobarde, siempre me había aterrorizado el dolor.
Disfruté de cada uno de los quinientos kilómetros del viaje. No tenía prisa y me dediqué a gozar del paisaje, eligiendo carreteras secundarias y poco transitadas.
Era poco más de mediodía cuando llegué a Ramatuelle.
Pude instalarme tranquilamente, pues en la nota que encontré pegada en la puerta, al cerrarla, mi “ex” me decía que se había ido al Donostiako Musika Hamabostaldia. Me pregunté si estaría volviendo a escuchar música clásica. Quizás había decidido, por fin, hacerle frente a su drogadicción.
Me dirigí hacía mi dormitorio para deshacer mi pequeña maleta, que si bien no llevaba demasiada ropa, si iba bien surtida de unas cajas de opioides que había podido conseguir a través de un buen amigo.
Al pasar delante de la habitación de las niñas me llamó la atención las nuevas cortinas con las que mi “ex” había sustituido las de la princesita Jasmín. Pero estaba tan ansiosa de acercarme a la playa para pasear por su orilla con mis pies descalzos y confesarle el brutal revés que había experimentando mi vida, que el detalle no logró superar mi subconsciente.
El día fue generoso conmigo y fue regalándome esas mil pequeñas cosas que me habían protegido durante todos esos años en que mi soledad íntima luchaba por asfixiarme.
Y con las primeras sombras me tumbé en la hamaca del porche para seguir leyendo la última novela de Roberto Santiago que me tenía atrapada. No habían dado las diez de la noche cuando decidí irme a descansar.
Al pasar por delante de la habitación de las niñas mi mirada se volvió a fijarse en las cortinas color tierra. Hasta me pareció que estaban más cerradas sobre el ventanal abatible que cuando las había visto al llegar. Aunque tampoco hice demasiado caso porque mi “lokura” me tenía acostumbrada a las más variopintas impresiones descabelladas.
Sabía que, como cada noche, tenía unas pocas horas antes de que mis recurrentes pesadillas me hicieran abandonar el mundo de los sueños y el insomnio llegara silencioso a mi cama, como un marido infiel y se tumbara a mi lado en la oscura madrugada.
Pero aquella noche me despertó un ruido. Se coló, sin permiso, entre el rumor relajante de las olas del mar que había acunado, hasta ese momento, mi descanso. Alguien había entrado en el bungalow. Maldije no haber comprobado que las rejas protectoras estuvieran, como siempre, cerradas con cerrojo. Un terror frío envolvió cada célula de mi cuerpo y lo petrificó. Entendí que iban a hacerme daño. Comprendí que ese hombre, que una vez fue mi universo, no había dejado la adicción a la cocaína, y que, además, estaba desesperado por conseguir de cualquier manera dinero que aplacara su necesidad implacable.
Conseguí encontrar unas migajas de mi innato sentido del humor para relajarme.“Más de quinientos kilómetros y un plan perfecto para esto. – me dije – El muy cabrón no me ha dejado ni dos días… Y encima me he venido cargada de pastillas que, al final, no voy a utilizar… Bueno, menos mal que no pesaban… Ojalá sean buenos profesionales y me liquiden con un solo golpe. Ufffff, como siempre la vida ha vuelto a decidir por mí… En fin, no puedo engañarme, sabía que éste no era mi mejor destino de vacaciones!…”.
Y, haciéndome la dormida, empecé a rezar.
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