Me propongo ver como una oportunidad mis sucesivos viajes en microbús de estas últimas semanas. Siempre digo que conviene viajar como la gente de vez en cuando para no olvidarnos de cómo se viaja por el interior de Guatemala cuando no se tiene el privilegio de tener un carro. La mayoría de las veces hay que viajar en camionetillas llenas a rebosar, repletas de bultos y con música estridente a todo volumen; codo con codo con hombres, mujeres y niños; campesinos, comerciantes, gentes del salario mínimo o sin salario, que componen la población pobre y extremadamente pobre de este país; con un chofer resignado a su suerte y un ayudante que hace peligrosos equilibrios de saltimbanqui, cada vez que el microbús se detiene, para llenar espacios inexistentes con más y más pasajeros.
En uno de estos viajes tuve la suerte de encontrar sitio en la cabina del conductor y no enterarme de las subidas y bajadas con las consiguientes molestias de entradas o salidas por encima de los demás, con cuidado de no dar más pisotones que los inevitables, y de evitar los apretones al tener que sentarse cuatro personas en el sitio de tres. Pero a la hora de pagar el boleto pude darme cuenta de que el bus iba lleno porque una mano misteriosa me tocó el hombro desde atrás para indicarme que debía abonar el pasaje, eso entendí porque ya soy experta en estas lides y porque, cuando me volví, comprobé que la mano no correspondía a la señora que acomodada en el lugar de los bultos, detrás de la cabina, se inclinaba sobre mi asiento tapando completamente al ayudante que sin duda iba tras ella, y del que supuse que era el brazo que llegó hasta mi hombro. Saqué mi dinero, lo deposité en aquella mano sin rostro, cual si se tratara de un cajero automático y la mano se retiró con los treinta quetzales.
Mis últimos movimientos por los municipios del norte del país me proporcionaron el tiempo suficiente para meditar sobre estos viajes en microbús pues tuve que cambiar siete veces de vehículo en los dos días que anduve por aquellos lares y pasé recluida en camionetillas un total de no menos de doce horas.
El primer día sentí el frío de la madrugada a través de un cristal que no ajustaba, a mi izquierda, y un plástico agujereado que tapaba una ventana sin vidrios, a mi derecha. Un puente en mal estado nos obligó a bajar del microbús, cruzarlo caminando y seguir el viaje en un camión entre sandías y repollos. Y en el último tramo, de nuevo en microbús, y cuando me creí afortunada por haber encontrado lugar en la cabina del chofer, tuve que coportar con estoicidad un codo que se me clavaba en el hombro y que correspondía a un viejito, que acomodado en el lugar de las maletas, se aferraba con su brazo al asiento delantero para no caerse.
Al día siguiente, de vuelta a la cabecera departamental, encontré un lugar cómodo en la parte de atrás del vehículo, junto a una ventana desde donde podía contemplar el paisaje y disfrutar de la brisa en un día cálido y soleado. Como el viaje duró varias horas me sumí en reflexiones sobre realidades y contrastes mientras dormitaba sin sueño.
Cierro los ojos y me transformo en una princesa transportada en carroza real materializada en aquel autobús enorme en el que viajé entre ciudades en mi última estancia en España, con cristales extendidos que permiten ver el paisaje como en una película de cinemascope. Pero al abrir los ojos de nuevo, vuelvo a ser cenicienta cuando veo el vidrio roto atravesado por una cinta adhesiva de mi pequeño microbús.
Más tarde, al sentir los numerosos saltos y sacudidas inesperadas que provoca el camino de terracería en pésimo estado, regreso a mi sueño esforzándome en imaginar una lisa y cómoda autopista donde el movimiento es casi imperceptible.
Una parada me devuelve a la realidad. Por mi ventana, una niña de poca edad, me ofrece empanadas de banano a quetzal envueltas en un trozo de papel de estraza y detrás de ella, un patojito vende refrescos en bolsas de plástico, a cincuenta centavos. Mientras doy cuenta de mi refacción, mi imaginación vuela a los delicados sándwiches precintados en papel de celofán y al café servido en tazas diseñadas para la compañía de los lujosos autobuses españoles.
Mis ensueños se desvanecen con el guirigay de las horribles canciones modernas a todo volumen de las que los bajos de la batería se oyen aún más fuertes en mi lugar porque a mi lado está una de las bocinas a la que se le ha caído la tapadera. Vuelvo a cerrar los ojos tratando de hacer caso omiso del ruido que me envuelve y recuerdo los audífonos del autocar de lujo con el que puedo escoger una música suave que no perturbe mi descanso.
A la hora del pago del billete vuelvo a acordarme del otro mundo y comparo la mano del ayudante y el exiguo y arrugado papel del pasaje, con la computadora de donde salía una tersa y blanca factura que correspondía a mi billete comprado en una agencia.
Al fin me quedo dormida un rato y en mi sueño se confunden ambas realidades. Pero la imagen del confort acaba por desaparecer cuando me despierto del todo al llegar a mi destino y bajar del microbús, al que veo alejarse dando tumbos, con el ayudante colgado de la puerta y gritando desaforadamente para conseguir más pasajeros.
Algo así debió sentir Cenicienta cuando la carroza se le convirtió en calabaza. Pero al fin la calabaza es algo vivo, viene de la tierra y nos alimenta con humilde generosidad.
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