Perderme para encontrarme, de eso trataba todo. quizás resolver mi vida era la respuesta que tanto buscaba, pero para ello debía desligarme de mi cabeza.

La luna se convirtió en mi fiel seguidora, la soledad me cantaba todas las noches, el frío me abrazaba con sus secos encantos y podía sentir como rompía mis labios cuando me besaba. Era inútil seguir pensando en el pasado, pues por mucho que me gustara creer en los viajes en el tiempo sabía que no existía forma de volver atrás para cambiar todo lo que había hecho.

El día que llegué a Perú sabía que mi vida apenas empezaría. Ser un loco o un extraño, un extranjero o un viajero, podía convertirme en cualquier persona, sólo quedaba de mi parte a quien me gustaría engañar, y eso en definitiva es lo más placentero de ser un forastero, puedes contar una historia irreal a personas que nunca sabrán si en verdad los árboles de tu casa son altos o bajos, si el cielo es gris o explota en un centenar de colores hermosos, pues nadie te conoce, nadie sabe con certeza si en verdad tu nombre es tu nombre, o siquiera si tienes la edad que dices tener.

La preocupación era mi rezo de cada noche. Cuando llega el primer día de cada mes y dispones sólo $5 en tu cuenta bancaria empiezas a degustar el sabor metálico de la pobreza, tiene ese distintivo olor a tierra húmeda que se esparce sobre tus sentidos, desafía tu fe y coquetea con tu consciencia.

Había un mundo ahí fuera esperando por mí, esperando a ser descubierto por mi alma. Caminar el sendero de la vida que temía encontrar era lo que me empujaba a seguir adelante, sin dinero, sin motivación, sin esperanza ni resiliencia, era sólo yo enfrentándome al pequeño desastre que tenía por vida.

De nuevo la depresión entregaba su factura, ver el mundo motivo pasar frente a mis ojos, observar los carros andando a través de la ventana, la gente caminando, la sombría neblina arrastrando la sensación de energía de la que carecía, lo deseaba tanto que casi se convertía en un purgatorio mental, pues por nada en este mundo lo conseguía. Fue en ese instante oscuro y cansado en el que decidí hacer mi mochila, llenarla de prendas básicas para unos cinco días, meter ahí la poca alegría que me quedaba, los restos de motivación que me bastaban para caminar y algunos lindos recuerdos que no quería soltar ni sepultar en un presente que me atormentaba. Tomé mi cámara fotográfica, una pequeña libreta y mi lápiz predilecto, ya un poco gastado pero siempre cumplidor para llevar el control de la aventura a la que me adentraba.

Salí un jueves temprano del sitio donde me hospedaba, tomé el primer bus al aeropuerto y me despedí de casa mientras observaba por la ventana cómo todos esos carros y gente motivada a la que envidiaba se iban alejando brevemente a medida que mi vehículo avanzaba, y pensé: «ahora sí, está sucediendo».

El aeropuerto estaba vacío, mi vuelo salía en una hora y dediqué esos últimos minutos a Lima agradeciéndole por todo lo que me había hecho pasar, por darme el placer de invitarme a caminarla un par de veces más, visitar su malecón en invierno y tocar sus aguas templadas, decir adiós de forma tácita para hacerlo menos doloroso, como un padre abandonando a su familia con la excusa de ir a comprar cigarrillos y no aparecer nunca más.

Llegué a Cusco, ya eran las 7:35 de la mañana. Un taxista me llevó a la Plaza de Armas y allí conecté de inmediato con un serrano amable que me ofreció llevarme hasta Chillca para así conocer la Montaña de los 7 colores, no quería visitar Machu Picchu pues sabía que el viaje sería demasiado largo, y por supuesto, para un extranjero poco adinerado también demasiado caro. Pasaron seis largas horas de viaje, llegamos casi a las 3:30PM, nuestra despedida fue agradable pues compartimos largas horas conversando sobre la vida y sus dilemas, pero como debe ser cada despedida, estrechó mi mano aquél serrano y me dijo: «espero puedas encontrar lo que buscas».

A casi 5200 m.s.n.m el frío es exabrupto. El cielo está decorado por tonos azules perfectos, como si Michelangelo lo hubiese pintado con sus propias manos, y el silencio que te rodea recita poemas de naturaleza que sólo tu espíritu puede escuchar. Caminar sobre piedras y pradera, ver Alpacas y caballos en el medio de la nada, sentir cómo el sol ilumina el desafiante y angosto camino que te transporta a un lugar en este mundo que jamás creerías que es real hasta que lo ves con tus propios ojos. No hay humanos ni humanidad, no hay carros ni trabajo, no hay neblina ni edificios, no, eres sólo tú con Dios, con la Pachamama, con la increíble creación de un arquitecto celestial que te ha llevado a una pequeña extensión del paraíso, pues sabes que has sido escogido para sanar, sonreír y bailar frente al titán de la inmensidad natural. Decidí allí arriba extender mis brazos y dejarme golpear por la brisa fría e iluminación perfecta, por la sabiduría de la madre tierra, por el misticismo de aquella energía única e irrepetible que desentrañaba el canto de bichos raros y el eco del campo.

La meditación me transformó en roca, mi mente rodaba por los barrancos de aquellas montañas que dibujaban el contraste perfecto de colores desconocidos, y fue así como mi cuerpo después de experimentar tal sensación decidió morir junto al rebaño de animales hermosos que me rodeaban cuando cerré los ojos. Fue ahí cuando me encontré.

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