Una vez más te abrigaba la penumbra ansiosa de una noche de montaña. A 4.800 metros de altura el viento corría libre entre laderas y valles, cantando sus melodías montañeras para celebrar la vida, la inmensidad, la imponencia. Aquella música sería el himno de una noche de grandeza, de sueños, de alegrías. También de temores e incertidumbre, mas te seducía profundamente estar allí, agolpar el espíritu de deseos puros del corazón, y fluir entre tus venas esos nervios dibujados del ímpetu que te estremecen las montañas.
Serían apenas las doce de la media noche, y a la comodidad y el calor de un refugio en madera, postrado sobre la ladera del volcán, le correspondía ya guardar silencio y dejarse atrás. Sería tiempo de afrontar los 20 grados bajo cero que cobijaban el entorno, y apuntar los pasos hacia la invisible cumbre, a buscar, por un instante, pellizcar el cielo desde las alturas.
La música del viento retumbaba por doquier, todo parecía dormir alrededor, todo cubierto por una densa bruma que hasta podrías atrapar entre las manos. La noche perpetuaba su ritmo sereno mientras las botas ahondaban el Camino. Poco a poco el aire de los pulmones empezaba a arremeter con más fuerza, fatigando tus adentros, pero orquestándose entorpecido con la melodía que seducía tus oídos. Tus poros irradiaban pasión y amor por las alturas. Tus ojos, sutilmente enmudecidos por la obscuridad, apenas transitaban pocos metros para extraviar la vista en el negro profundo. Tres humanos ascendían en silencio, cada uno enarbolando pensamientos al andar, envolviendo su mente en las tribulaciones que de la montaña se desprenden al espíritu.
Lentamente cada paso se pondría frente al siguiente. A esa altura la velocidad toma un color distinto; los movimientos son más calculados, más precisos, más aunados de paz.
El suelo, antes vestido todo de arena suelta y trozos de piedra pómez, empezaría a cobijarse con impecable nieve, reluciente en su pureza, fría como el olvido. Cada pisada despediría armoniosos cantos silenciosos. Cada huella quedaría dibujada delineando el andar de tres inocentes embrujados por el viento.
Lentas pasaron las horas de aquella noche ennubada de deseos. No habría prisa. Tampoco pausa. Cada vez que un paso se dejaba andar, la pared de ese coloso inclinaba más su pendiente, obligando a asistir la marcha con las manos y el piolet, aferrado con fuerza para resquebrajar la nieve y el hielo, y entregar un punto de apoyo firme. Todo esto para conseguir tan solo dar un paso más.
La penumbra observaba calmosa cada movimiento de aquel trio de soñares, unidos ellos por una cuerda que sería el salvavidas ante algún paso falseado y carente de firmeza. Solo tres linternas tendrían licencia para acuchillar la noche. Tres tímidos rayos de luz, despedidos desde la frente de cada escalador, apenas permitían percibir las siluetas de la montaña, retadora hacia delante, amenazante hacia el respaldo, donde la luz solo permitía otear un abismo que se fundía al infinito.
La mirada se fijaba delante, los nervios se ataban con ahínco a la espalda, y las botas, ya todas congeladas, solo podrían acariciar el suelo mientras sus crampones se clavaban para afirmar los pies sobre la tierra. Aquel momento, tortuoso por demás, tan solo solicitaba tranquilo continuar un Camino apasionante.
Muchos serían los obstáculos dispuestos esa noche; grietas de cuyo fondo persona alguna jamás hubiera conocido noticia, rocas imponentes como vigilando el Camino, demandando ser escaladas para merecer el paso, bancos de nieve que arroparían casi todo el cuerpo para navegar entre sus gélidas y densas aguas cristalizadas. No era este un andar apaciguado, más tu mente resolvía lúcida que ningún precio sería tan alto a cambio del momento sublime de estar cerca del cielo.
Tan tranquila y magnánima como te había acompañado, a la penumbra le correspondía ahora despedir la cordada. Desprendida, y parsimoniosa, poco a poco daría paso al formidable astro que, envolviendo la montaña con sus rayos de luz, la iría delineando para despertar vida y color a la música de las alturas.
Tus ojos jugarían a negar crédito a tan maravillosa visión agolpada en la montaña; por fin la cumbre se afincaba en tu mirada, por fin tus sueños se aferraban a los pasos, por fin, el cielo, se acercaba a tu ser. Un momento sublime. Un ahora amenizado de cantos que, sollozando dulcemente, recitaban notas de gloria, de triunfo, de la ardua labor amorosamente consumada.
El corazón se agitaba, los pasos se levantaban en euforia, el espíritu pilotaba por todo ese inconmensurable macizo. La vida sonreía enarbolando aquel instante, el mismo en que los tres montañistas, con júbilo desbordando por la piel, abrazarían su existencia a 6.268 metros sobre el nivel del océano, en el lugar de este planeta que más cerca está del sol.
Ya no habría más a donde ascender. Ya toda la tierra respiraba por debajo de ti. Ya tus pies se posaban alegres sobre la cumbre del volcán Chimborazo.
Lo habíamos conseguido…
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