Esto sucedió en un tiempo en el que, sin la conciencia de saberlo, fuimos felices. Lo recuerdo todo amontonado, y aun así me sacude cierta nostalgia que logra que yo ya no me olvide nunca más de aquello. Lo escribo ahora con el débil propósito de hacerlo durar en el tiempo, como para certificar lo que entonces vivimos, sin caer en la trampa amable de que el recuerdo de aquello es más poderoso que lo que realmente vivimos.

Fue a finales de aquel enero imprevisto cuando un cielo mullido y malva se abrió de par en par ante nosotros, quienes huyendo de no sabemos aún qué amanecimos desvaídos e ilusos en la estación de Santa Apolónia. Tampoco olvidaré el juramento que me hice de no regresar a casa, que en el fondo hubiese sido atarme de nuevo a lo peor de mí. Quebrado por la forja oxidada asomó ante nosotros el puente 25 de Abril como allanándonos el estuario del río Tajo. Remontamos desmadejados su orilla, mas las fuerzas dejaron de flaquear cuando un escuadrón improvisado de gaviotas nos escoltó solemnemente para indicarnos cómo llegar a Praça de Comercio. Se podía abarcar con una mano el aire que allí respirábamos y con la palma de la otra las ilusiones caprichosas que nos hicimos al llegar a Lisboa. Teníamos intacto nuestro remanente de arrumacos y besos, pero entendimos que ni el amor más puro es capaz de sobrevivir con el solo acopio de la ternura. Envejecimos de golpe, surgieron las necesidades, y todo lo que nos ofrecía Lisboa lo tuvimos que asaltar. Alguna limosna, propinas hurtadas de las mesas de las terrazas en Cais de Sodré, o mercadeando con lo poco que poseíamos, menudeando en Feria da Ladra.

Todo esto nos sobrevino cuando abordamos Alfama, y entre miradores azulejados y callejuelas en cuesta vimos en una portada casi derruida los versos de Amália que adoptaríamos como nuestro himno: «Alfama no huele a fado, huele a pueblo, a soledad. Huele a silencio magullado, sabe a tristeza con pan. Alfama no huele a fado, pero no tiene otra canción». Se revolvieron nuestros miedos con los agravios, la desdicha con la inocencia, y cuando no emanaba el desencanto lo hacía la ilusión, y cuando nos mirábamos insólitos el uno al otro todo resquicio que no era cariño era ocupado por la fragilidad. Y Alfama siempre como testigo, Alfama como nuestra diminuta patria.

Hemos vuelto a Lisboa, decadentes y viejos como la ciudad misma, creyendo encontrar aquí la quimera de ese amor marchito. Yo sé ahora cómo se macera el amor de largo aliento. Sé ya, a estas alturas, que el afecto y la estima no son un sueño que se materializa; ese amor, curtido y generoso, es como una nevera llena de imanes en la puerta y de telarañas por dentro. Yo sé ahora cómo se sostiene el amor sin cláusulas, que es como nos amábamos ella y yo.

Rastreamos de nuevo todas las ruas, cabalgamos la ciudad en tranvía a lomos del 28, repasamos todos los rincones donde envejecimos un poco y volvimos hasta Alfama esperando volver a encontrar allí mismo, incorrupta y majestuosa, la placa que honrase nuestra propia historia de amor. En el mirador de Santa Luzía vinieron a visitarnos las primeras nubes blancas; la loza decorada de los azulejos de sus bancadas nos escrutaba como si no nos hubiésemos ido nunca. Dedicamos tiempo suficiente al British Bar, fantaseando con que Pereira asomase febril -otra vez- por la puerta. Nos buscamos en Rua Augusta, entre sus adoquines mellados y la calzada empedrada, brujuleamos por el mirador de Graça, Rua Garrett, Luis Camoes… Compramos claveles como para hacer una revolución, y entre guiños cómplices y sonrisas nostálgicas nos fuimos dejando llevar, hasta que aparecimos inopinadamente entre la majestuosidad de Restauradores y la belleza íntima de Rossío. Así, entre la saudade de los adoquines quebrados y el cielo recién lavado que volvía a ampararnos entramos en Café Nicola.

Siempre asumí que Lisboa era una ciudad para abandonarse, para dejar sepultada allí la promesa que, de llegar a cumplirse alguna vez, dolería para siempre. Ella pidió un garoto, y yo una bica. Dois pastéis de Bélem, por favor. De fondo sonaba ese fado de Madredeus que tanto nos gustaba: “em cada dia que passa nunca mais revi a graça dos teus olhos que eu amei”. El tiempo que duró el café nos sostuvimos la mirada, una única mirada cerval que anunciaba más de lo que deseábamos, y de la que yo no iba a huir sin resolver nuestras vidas.

Pedí la cuenta, y mientras construí mentalmente lo que debía sentenciar; me acordé de los versos de T.S. Elliot (“estas son palabras privadas que te dirijo en público”) y del blues de Aden (“paren todos los relojes, descuelguen el teléfono”) pero lo único que atiné a hacer, azorado y remiso, fue coger el recibo de la cuenta, escribir cuatro palabras en el dorso y acercárselo a ella:

– Ya no te quiero.

Lo leyó, exhaló todo el aire de Lisboa que podían abarcabar sus pulmones, y con letra vacilante y temblorosa preguntó en el mismo recibo:

– ¿Me vas a dejar?

Seguía susurrando Madredeus de fondo cuando escribí de nuevo:

– Dímelo tú.

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