Mi primera escapada

Mi primera escapada

Mariano E.

02/09/2019

Tan solo quería irme… Así, sin más anhelo que el que ardía en mi pecho costillas adentro, y sin más miedo que el que merecía sentir a mis escasos dieciséis. Por mis tripas corría la adrenalina —caudalosa y febril—, por no saber si la mentira se mantendría indemne, justificando los tres días que pretendía estar fuera de casa.

Se trataba de mi primera escapada: un fin de semana de ferias y fiestas con mis dos mejores amigos en un pueblo de tierra caliente. El plan era irnos haciendo autostop para ahorrarnos lo del bus y así tener más dinero para el licor, los cigarrillos y las entradas a las piscinas públicas.

Tomé aire, y lo solté, como lo hacía David Carradine en Kung-fu —así es, esta historia se remonta a esa época—, luego, me tercié la mochila al hombro y me dirigí hacia la parte trasera de la casa. Ahí estaba mi viejo, preparando el pienso y llenando con agua el abrevadero para sus dos consentidas: Martina, una vaca Holstein de nueve años y su hija Rosita, una ternera de siete meses más loca que una cabra.

Todos los días, mi padre le dedicaba más de una hora a su cuidado. Y aunque, de vez en cuando renegaba con ellas, no le incomodaba… así era él, y así eran ellas: tercos, pero felices.

Fingí que acomodaba las hojas de una de las matas de mi madre, pero inmediatamente desistí; no era algo que yo hiciera —nunca—… ni la cama hacía, mucho menos ponerme a cuidar una mata de la que no sabía ni su nombre.

Me detuve junto a mi viejo. Mis niveles de argucia estaban al máximo; no podía permitir que sospechara que le había mentido. Mi padre creía que me iba a un encuentro juvenil, a un retiro espiritual del colegio —muy católico, lleno de valores—, carente de tentaciones, licor, o bellas mujeres; a donde solo iríamos a orar y entonar canciones alrededor de una hoguera.

—¿En dónde es que te vas a quedar, hijo? —me preguntó, sin volverse.

Martina me auscultó con sus enormes ojos de vaca tonta. La pregunta había dado en el blanco, pero yo ya tenía puesto mi chaleco invisible de keblar.

—A ver, papá; ya te lo había dicho… acuérdate: Vamos para una finca que tienen los curas para sus retiros.

Mi viejo se volvió sin apenas mirarme y me indicó que le alcanzara la bolsa con sal para echarle al pienso.

—Sí, ya me lo habías dicho, pero me gusta que me lo repitas para estar seguro de dónde es que vas a estar.

Dejé caer la sal sobre el pienso mientras mi padre los revolvía con sus manos.

—¿Quieres que te lleve? —me dijo de golpe.

«¡No, no, nooo!»

—No, papi, no.… no te preocupes —le dije, aunque me di cuenta que mi voz había salido con pocos decibeles.

«¿Papi?… ¡Agg! que idiota soy»

Mi viejo comenzó a remojar el pienso mientras Rosita lo observaba sin parpadear. Martina, en cambio, se había empecinado en mirarme con cierto matiz de juzgamiento.

«¿Acaso pueden las vacas intuir un engaño?»

Decidí no darle alas al asunto vacuno y me concentré en lo importante: que mi padre me diera algo de dinero.

—Bueno, papá… ya me voy —le dije.

—Bueno, hijo… que te vaya bien, y que reces mucho —me contestó, sin dejar de servir el pienso a las vacas.

Martina levantó la cabeza y bufó con algo de burla. Sentí que mis mejillas se coloreaban y que mi pulso se aceleraba, un poco más.

—Pa…

—Dime.

—Que ya me tengo que ir… —le dije, con infinita paciencia… y mucha cautela.

—Vale… ¿y qué quieres? —me contestó, volviéndose despacio, para clavarme el ocre de sus ojos.

Intenté no pasar saliva —ni tocarme la nariz, ni mucho menos las orejas—, mientras trataba de mostrarme relajado. Lo miré, sonriendo como político, inclinando hacia un lado mi cabeza. Mi viejo tan solo sacudió la suya y le sonrió a Martina.

—¿Cómo te parece? —le dijo—. No han terminado de limpiarse los mocos y ya se sienten con derecho a exigir.

Martina me mugió, burlona.

—¿Cuánto necesitas? —preguntó.

Mi mente no supo hacer el cálculo a tiempo

—Pues… lo que puedas, pa.

—Poder, puedo… pero saber cuánto es lo que “crees” que necesitas, no lo sé, hijo.

—No necesito mucho, pa… dame lo que quieras.

—¿Cuánto?

Yo sabía “cuánto” pero algo me impedía decírselo con tanta desfachatez.

Al final, mi viejo supo interpretar mi silencio; ya intuía, de algún modo, que no me iba a ir a donde yo le había dicho… pero decidió guardárselo para él.

Sacó de su billetera una cifra muy cercana a lo que yo quería que me diera, y me la entregó… y sin más, se volvió hacia sus vacas.

Me quedé un par de segundos sin saber qué hacer… Mi padre seguía dándome la espalda mientras acariciaba el cuello de Martina; ella lo dejaba, complacida.

—Pensé que tenías afán —me dijo, sin volverse.

Me acerqué un par de pasos hacia él. Martina y Rosita me miraron.

—Gracias, pa… muchas gracias —exclamé, traicionado por una voz algo entrecortada.

—De nada, hijo… —contestó, girando su pequeña estampa para mirarme con cariño— Tan solo, cuídate… cuídate mucho… y no hagas nada que te lleve luego a sentirte mal.

Mis ojos, y mis labios titubearon… y lo abracé, con fuerza.

Él se dejó abrazar, y luego me dio un par de palmaditas en la espalda como para decirme que ya; que me fuera… Rosita y Martina batieron sus colas.

Les sonreí, y me fui… Ese fin de semana la pasé increíble con mis amigos.

Hoy, dos años después de que mi viejo emprendiera su última escapada, vienen a mi mente muchos recuerdos. Pero el que más atesoro, fue ese fugaz instante de padre e hijo que pudimos compartir, donde pude constatar que, más que un viejo zorro, mi padre era un buen lobo que sabía cuidar de los suyos.

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