Triste viaje hacia el olvido

Triste viaje hacia el olvido

Su cálida mano se posó con suavidad sobre mi rodilla desnuda, con la misma naturalidad con la que tomaba a diario el Cuerpo de Cristo.

—Toma este sobre para tus padres. Puedes decirles que les saldrá gratis; que el dinero no es problema, pero que sean discretos —dijo dibujando una sonrisa afable en su rostro sonrosado— no olvides que aunque intentamos ayudar a los pobres, no hay para todos. Deben responder pronto. Si fuera que no, se lo diré a Diego. Aunque Diego no es como tú —añadió retirando su mano de mi rodilla—. Ahora puedes marcharte.

Guardé silencio y asentí con la cabeza mientras me incorporaba para salir de su oficina. Intuí que me seguía con la mirada y pude confirmarlo al cerrar la puerta.

«El dinero no es problema». El dinero siempre es el problema, incluso para los que lo tienen, porque nunca dejan de desear más.

Se abría el plazo de inscripción para el campamento de verano. El sobre contenía la información necesaria así como la autorización paterna.

Diego era el mayor de nuestra clase, aunque solo por unos meses, y también el más fuerte. Le precedía su fama de no temer a nada. Su familia tampoco podía permitirse costear su asistencia al campamento. En realidad, ninguno de los que asistíamos gratis a la escuela podíamos hacerlo. En cambio, sí que podían los de la otra parte del colegio: los de pago. Incluso para la cuantiosa minuta de un buen abogado, llegado el caso. Diego no era mi amigo, pero hay cosas que no se le desean ni al peor enemigo y esa misma mañana, después de clase, le hablé de mis sospechas, aunque pareció no concederle ninguna importancia.

—Mamá, traigo un sobre del colegio —exclamé mientras se lo entregaba.

Lo abrió y su rostro se ensombreció mientras leía el impreso. Después lo dobló para volver a introducirlo en el sobre.

—Es para lo del campamento, hijo. ¿Te gustaría ir?

—No.

—Seguro que irá alguno de tus amigos. Son catorce días.

Conocía esa jugada; mi madre me ponía a prueba. Ambos sabíamos que suponía un importante gasto extra, pero también que, con mucho esfuerzo, lograría ahorrar ese dinero si se lo proponía.

—No quiero ir.

—Vale. Si cambias de opinión, dímelo.

—No cambiaré de opinión.

Por casualidad supe que Diego sería el único de los niños pobres que asistiría al campamento. El curso siguiente, el último antes de abandonar el colegio, Diego no se reincorporó tras las vacaciones de verano. Tampoco el cura. No volví a saber de ellos.

No es cierto que la vida ponga a cada uno en su lugar. Si acaso, es la muerte la que nos pone a todos en el mismo.

Cuarenta años después, un sobre cerrado sobre mi mesa de trabajo atrajo todo mi interés. Dentro encontré una nota manuscrita en la que alguien, tras exigir confidencialidad, manifestaba haber sufrido agresiones sexuales cuarenta años atrás, por parte de un sacerdote de su colegio, cuando aún era niño. Lo hacía tras conocer la inminente tramitación de varias denuncias por hechos similares cometidos por la misma persona. Mi presentimiento se vio confirmado: el nombre del remitente, el nombre del colegio y la identidad del autor.

Llamé a Diego. Quedamos en vernos en un lugar discreto.

Cuando apareció apenas lo reconocí. Aquellos meses de diferencia de edad se habían convertido en años. Sus cincuenta y tres le conferían un aspecto de setenta. Estaba muy delgado y su piel era de un color blanco casi transparente. Su vitalidad y la viveza de sus ojos habían desaparecido. Parecía un cadáver ambulante. Temí causarle daño al darle un abrazo y me limité a estrechar su mano.

—Quién me iba a decir —comenzó a llorar— que un día serías tú quien tuviera que salir en mi defensa —apenas pudo decir.

El Diego que recordaba había desaparecido.

—No te preocupes, Diego. Tranquilo. Puedes hablar conmigo.

—Fue durante aquel maldito campamento. Venía cada noche para llevarme con él, mientras los demás dormían. Decía que si decidía hablar, nadie me creería. Se lo conté a mis padres y ellos lo dijeron en el colegio, pero les cerraron la boca con dinero y la dirección decidió enviar al cura a otro lugar. Abandoné los estudios y mis padres me mandaron con unos parientes lejanos. Conseguí algunos empleos temporales y no regresé hasta que supe que mis padres habían muerto.

—¿Estarías dispuesto a testificar ante un jurado?

—Lo siento. Llevo cuarenta años intentando olvidar. Solo quería que supieras lo que hizo conmigo ese cura y que las denuncias que recibirás son ciertas. No hablaré. No estoy dispuesto a que me destroce la vida de nuevo.

Imaginaba una respuesta así.

—De acuerdo, pero nadie debe saber que nos conocemos; sería motivo suficiente para ser apartado del caso. Seguiremos en contacto —dije antes de despedirme, esta vez, con un abrazo.

Una decena de denuncias se apilaba sobre mi mesa, pero Su Señoría, ante la actitud poco colaboradora de las autoridades religiosas y por temor a la repercusión social que podía tener el caso se negó a tramitar la orden de detención.

Fue entonces cuando se produjo aquella «sospechosa» filtración a la prensa.

La orden judicial no se hizo esperar y la mañana siguiente la tenía sobre mi mesa. Unas horas después nos desplazamos hasta el pueblo donde ya sabíamos que se encontraba.

Esperaba nuestra llegada arrodillado frente al altar de la iglesia, tranquilo, como creyéndose por encima del bien y del mal; como si su sotana fuese una armadura. Oyó nuestros pasos, pero su soberbia le impidió volverse para mirarnos. Tenía el pelo blanco. Sus manos seguían siendo suaves y su rostro se mantenía sonrosado.

Después de informarle de sus derechos, tiré de sus brazos hacia atrás hasta colocarlos en su espalda, extraje los grilletes, los abrí y los ajusté a sus muñecas con más energía de la necesaria. Conteniendo mi ira, acerqué mis labios a su oído y susurré: «Tenía usted razón… Padre. Diego nunca fue como yo».

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