Esta mañana había un iglú en mi salón. El primer impulso al verlo fue dudar de mi retina. Mientras dudaba me acerqué a tocarlo. Era duro. Gélido. Sentí que las manos me ardían de frío. Miré alrededor, todo estaba como siempre, cada cosa en su sitio. Noté una bajada de tensión.

Fui a por agua. Dentro de la nevera había una aurora boreal que flotaba sobre unas montañas nevadas. Cerré la nevera de un portazo y me quedé frente a ella. Noté un calambre en un ojo, como si mis pestañas fueran las alas de un colibrí. Abrí la nevera otra vez. Vi lo mismo. Volví al salón. En el medio, efectivamente, seguía el iglú. Desde ese ángulo vi la abertura.

Me asomé a aquel arco. Dentro estaban una mujer, un hombre y dos niños. La mujer me tendió la mano. Dijo “gnbjam”, o algo así, yo lo que entendí fue “entra”. Entré. Sonrieron desde que metí la cabeza hasta que me senté al lado de la niña. Hacía mucho calor allí dentro, aunque ellos cuatro estaban abrigados. Yo iba descalza.

—¿Cómo has llegado aquí? —dijo la mujer en perfecto español.

—¿Perdón? —contesté.

—Có-mo has lle-ga-do a-quí —dijo el niño, también en español.

—¿Habláis español?

—No —dijo el hombre—. ¿Tú nos entiendes?

—Sí —dije—. Sí, sí… sin duda.

—¿Y hablas inuktitut?

Esa pregunta me llevó a recordar que tenía el móvil en la cadera, sujeto a las bragas.

—¿Os importa si nos hacemos una foto juntos? —dije—. ¿Sabéis qué es una foto?

Me miraron como mirarían cuatro leonas a una gacela.

—Por favor —dijo el hombre—, llévanos a Instagram.

—Bueno… quiero decir… yo no uso Inst… ¿conocéis Whatsapp?

Se miraron durante un tiempo, para mí eterno.

—Vale, menos es nada —dijo la niña.

Nos hicimos varias fotos juntos, yo detrás de la bola de personas y abrigos, sin que se me viera el cuerpo. Relajada y sonriente. Se las envié a Fabio. “Muy al Norte, con unos amigos”, puse en el pie de foto.

Las recibió. Las abrió. Les expliqué a los cuatro el significado de cada cambio en las señales, me dijeron que algo controlaban (sic).

“Non e vero, tu sei ancora qui vicino”, apareció en la pantalla.

“Vieni a Bolonia, dai…”

—¿Este va a difundirnos? —dijo el hombre.

—No se lo cree —dije—. Me conoce.

—Tienes que convencerlo de que estás aquí —dijo el niño.

—¿Pero dónde estoy?

—Aquí, con nosotros.

—Aquí… ¿dónde?

—Eso no es lo importante.

—Para mí sí.

—Para nosotros lo único importante es que alguien nos difunda, aunque sea en Whatsapp.

—¿Eso es lo qu…

El niño cortó la conversación y convenció a los demás de que teníamos que salir del iglú.

—Pero fuera está mi salón —dije.

—¡Ojalá eso sea cierto! —dijo la mujer.

—¡Ojalá! —dijeron todos al unísono.

Vi tanta alegría en esos ocho ojos que me contagié.

Primero salió la niña y después, uno a uno, salimos los demás. Hacía viento helado, nevaba. No me congelé porque los cuatro me llevaron otra vez dentro.

—Le hemos enviado fotos desde fuera —dijo el hombre en cuanto dejé de tiritar.

Cling. Cling. Cling. Leímos los mensajes.

“Cazzo”

“Sembra vero”

“Ha, ha, ha”

El niño agarró el móvil y envió “Difunde las fotos”

“¡Rápido!”

Recibimos “Domani laboro”

“Bacci”

—Qué poco interesante eres —dijo la niña—. Viajar hasta aquí para conseguir nada.

—Y no será porque nosotros no lo hemos puesto fácil —dijo el hombre.

—Qué decepción —dijo la mujer.

El niño ni abrió la boca, pero lo entendí. Estuve totalmente de acuerdo con ellos. Salí del iglú. El suelo era blanco y crujía. Se me hundían los pies al caminar. Una aurora boreal flotaba sobre las montañas.

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