Tras una media hora conduciendo entre niebla y carreteras serpenteantes creí encontrar el lugar que Edo había escrito en mi cuaderno. Era un camino de tierra que se salía de la carretera y que a simple vista no tenía nada que llamase la atención. No había señal de las aguas termales por ningún lado, pero confiaba en las palabras de Edo.
Aparqué y me bajé para inspeccionar los alrededores. A unos metros, detrás de una roca gigantesca, se podía ver de lejos lo que había venido a buscar. El agua estaba recogida en una piscina de cristal rectangular y pequeña en la que seguramente no cabrían más de cuatro personas. La piscina estaba rodeada de tablones de madera, algunos de los cuales estaban rotos y hundidos. Se encontraba a un par de kilómetros de la costa, a lo lejos se podía ver el océano Atlántico.
Sentada en el bordillo de la piscina y contemplando el océano se encontraba una chica en un bañador rojo. Me pregunté cómo había llegado hasta aquí, ya que el único coche que había aparcado era el mío.
Bajé por el camino de arena y sin decir nada me sumergí en la piscina con lentitud y con algo de pudor, como si estuviese irrumpiendo en el hogar de aquella chica sin llamar a la puerta. Me senté en una boya que había en el fondo de la piscina de manera que solo mi cabeza sobresalía del agua.
—Si estás mucho tiempo en el agua te vas a marear —dijo de repente la chica.
Ahí fue la primera vez que la pude ver bien. Era rubia y tenía el pelo corto como un chico. Sus ojos eran del color de un cielo de verano y mientras no se le podía considerar objetivamente bella, su sonrisa era blanca y bonita.
—Creo que estaré bien —le respondí.
—Allá tú. El agua estaba muy caliente para mí, por eso llevo un buen rato con solo las piernas dentro.
—¿Cómo has llegado aquí? —cambié de tema.
—Me trajo una mujer a la que le cogía de camino —respondió ella sin dar más detalles.
—Ya veo. ¿Y cómo piensas irte? El pueblo más cercano está a media hora en coche y está empezando a atardecer.
—No lo sé, no lo he pensado todavía —dijo mientras miraba el horizonte y chapoteaba con sus piernas en el agua.
Con el paso de los minutos me di cuenta de que la chica tenía razón, la temperatura del agua se estaba volviendo insoportable. Sin decir una palabra, me salí lentamente del agua y me senté en el mismo borde sobre el que la chica había estado sentada todo este tiempo. La chica tampoco dijo nada, pero con el rabillo del ojo pude ver una sonrisa socarrona dibujándose en su cara.
—¿Qué haces aquí sólo? —me preguntó.
—No lo sé —le respondí—. Quería saber lo que era viajar por mi cuenta. Además, la naturaleza aquí parece más real que donde yo vengo, parece que quisiese decir algo.
—La naturaleza siempre intenta decirnos algo —respondió la chica—. Pero en sitios como este se le escucha mejor.
Guardé silencio unos segundos.
—Y tú, ¿qué haces aquí?
—Tampoco lo sé.
Pausó unos instantes, como si estuviese escogiendo las palabras adecuadas para decir a continuación. El viento a su vez susurraba palabras incomprensibles que se perdían en la lejanía de la costa.
—Ayer dormí en un bosque —continuó.
—¿Sola?
—Sí. Me llevé una tienda de campaña y dormí allí.
Su tono era constante y regular, como si estuviese leyendo todo aquello de un libro que yo no era capaz de ver.
—¿Y cómo fue?
—Extraño. Hay tantas horas de sol a estas alturas del año que parecía que nunca se iba a hacer de noche. Y cuando por fin se hizo de noche, sé que va a parecer que estoy loca, pero cuando por fin se hizo de noche, empecé a escuchar pasos.
—¿Pasos?
—Sí, alrededor de la tienda de campaña. También había voces que parecían mantener una conversación —pausó—. Y yo sabía perfectamente que allí no había nadie, pero aún así te aseguro que los pasos y las voces eran tan reales como tú lo eres ahora mismo.
No supe qué decir así que me quedé callado. Ella tampoco dijo nada por un buen rato, quizá arrepintiéndose de haber compartido su historia conmigo. Decidí romper el silencio que se había acumulado en el ambiente:
—Creo que me voy a ir, la niebla se está volviendo más espesa y me queda media hora por conducir. ¿Quieres que te lleve?
—Creo que me voy a quedar un rato más aquí, pero gracias —me respondió.
—Vale. ¿Te importa si le saco una foto a la piscina con el paisaje detrás?
—No, por supuesto. Pero, ¿Te importa si salgo en la foto? —me preguntó.
—¿Por qué no? —le respondí al no encontrar una buena razón para negarme.
Salí de la bañera y me sequé pensando que nunca más volvería a estar en aquel lugar. Subí un poco la ladera que daba a donde había aparcado el coche y desde allí eché la foto. La chica del bañador rojo salía de espaldas y mirando el paisaje, la misma posición en la que había estado todo ese tiempo.
Bajé de nuevo hacia la bañera y cogí la toalla.
—Bueno, esto es todo parece —le dije.
—Sí —respondió.
—Mucha suerte en el resto de tu viaje —le deseé con sinceridad.
—Igualmente —dijo con media sonrisa en su cara.
—Quizás nos volvamos a ver en otra parte de la isla.
—Sí, quizás —respondió con tono ausente, como si en su mente ya se volviese a encontrar sola.
Allí dejé a la chica y me fui al coche. Me puse los vaqueros y una camiseta limpia. Encendí la ignición del coche y me dirigí hacía la granja. Tenía el pelo húmedo y el agua caliente me había puesto de buen humor. En mi cámara de fotos, había una foto de una chica con un bañador rojo.
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