…pero el espacio cósmico estaba ahí,

sin disminución de tamaño J.L.Borges

Siempre me atrapó ver el atardecer, sobre todo el atardecer del campo, en el invierno con su franca perspectiva y el dominio pleno del horizonte.

De pequeño, adoraba ir al campo de tía Elida. La casa de tía Elida se abría al este. Un gran patio de maniobras con galpones en los costados, el frente y un bosquecillo de pinos, era el punto de llegada desde el camino principal.

En los fondos, mirando hacia el oeste, había un monte de paraísos, lugar de las gallinas y los corrales de los cerdos, luego un alambrado que delimitaba el casco de la casa con el horizonte infinito que se abría ante mis ojos y me dejaba perplejo.

Me gustaba experimentar las sensaciones en soledad. Rehusaba compartir con otros, eso de escuchar como una voz suave me guiaba hacia la aventura.

Habrá sido por eso que me las rebuscaba para escaparme a eso de las seis y media de la tarde al monte de paraísos.

Era hora de quedarse adentro, pero igual lo hacía como atraído por una fuerza inexplicable. Mientras caminaba por el monte, sentía como el frío se colaba por los agujeros de mis zapatillas de lona.

De por sí, cuando atardece el aire es más frío. Es como si el Sol en su retirada absorbiese hasta el último atisbo de calor que queda en el ambiente.

Lo que me esperaba en el alambrado se asemejaba a una escena surreal, aunque todavía era demasiado pequeño como para comprender ese término. Lo cierto era que cuando podía ver el sol sin que dañe mis ojos, todo se volvía mágico.

En el horizonte pasaban cosas, cosas raras, cosas indescriptibles. El horizonte cobraba vida, los objetos allá en el infinito, mientras esa gran masa rojiza se hundía, parecían moverse como si hubiese otra tierra, otro horizonte, otra vida a destiempo de la que yo estaba viviendo. Veía tractores marchando, máquinas desplegando movimientos que en mi ilusión se desdibujaban en la reverberancia que provocaba en el aire el calor que se desprendía de la tierra.

Veía campesinos con sombreros caminando entre las maquinas yendo y viniendo en la misma línea infinita del horizonte, fuera de escala y de todo pensamiento racional.

Y no sabía si mi ilusión era fantasía o si era una realidad en otra fase, en otra historia, en otra tierra dentro de ésta. Parecía que entraba en un estado de éxtasis, absolutamente placentero.

Fueron muchos los atardeceres que viví de pequeño en el campo de tía Elida. Muchas también esas sensaciones encontradas, la certeza que algo había en aquel horizonte, algo distinto, algo de otro lugar, que pasaba en el mismo instante en que yo lo vivía pero que no era de acá.

No hace mucho, hablando con mi amiga Viviana, salió el tema de los planos temporales, esa otra vida paralela que existe en la física cuántica.

No caí inmediatamente en las experiencias vividas de pequeño, pero sí, su teoría había marcado mis días. Comencé a involucrarme en los amaneceres y los atardeceres que podía presenciar y a mirar un poco más allá, en la búsqueda de respuestas.

Noches atrás, tuve un sueño, muy real. Soñé que era niño, y contemplaba el atardecer en el campo de tía Elida. De pronto tras del sol, tras de aquella inmensa mancha rojiza que se escondía dentro de la tierra, un circulo ondulante se dibujó en el cielo como cuando una gota cae en un espejo de agua.

Y el cielo se abrió alrededor del círculo y un aura envuelta en nubes, similares a las estelas dejadas por los cohetes espaciales lo envolvía y dentro del círculo un cielo celeste intenso aparecía tras éste rojizo y oscurecido. En ese otro cielo pude ver la luz de otro sol y otras nubes y otros pájaros y pude ver los arrozales chinos en las laderas de las montañas humeantes de neblina y seres con sombreros de paja laborando en sus charcos y pude ver la lluvia en la selva amazónica y las palmeras de Hawaii.

Y divisé el hongo de Hiroshima subir desde un cuerpo celeste redondeado bordeado por mares verde esmeralda. Y ese hongo afloró en el cielo rojizo y lo confundió con el sol que se ocultaba. Y otra vez los seres se estremecieron con la sensación de la muerte, de la aniquilación, del instante, del rugido ensordecedor, del espanto de la guerra, y vi unas nubes rosadas y violáceas y grises y de un rojo fuego hirientes e incendiarias y unos días después, en una librería del centro, vi las ilustraciones del libro de las mil grullas de la ilustradora María Jesús Álvarez y me encontré cara a cara con parte de mi sueño y me estremecí al verlo.

Allí descubrí que mi sueño, no era un sueño sino una realidad que había comenzado un atardecer de invierno de tal vez hace cincuenta y dos años en el alambrado del campo de tía Elida, para continuar esa noche de unas semanas atrás y completar el viaje por los planos temporales.

Y comprendí por qué medio siglo después, alguien me tenía que hablar de los planos temporales, por qué tenía que pasar un día por una librería, ojear un libro cualquiera y ver lo que ya había visto en mi sueño y entender que no era un sueño.

Y descifré que ese estado de enajenación corpórea que me abrazaba cuando de niño veía ponerse el sol, no era más que una traspolación de espacios de tiempo paralelos que sin saber cómo, atravesaba con facilidad.

No era sueño, no era éxtasis, era una realidad cuántica. Quizás el Universo, me puso muchas señales para que comprenda éste mensaje, tal vez desde cuando era pequeño, pero no estaba preparado para escucharlo y menos para comprenderlo, entonces fue necesario atravesar todo este ideario, este destino, marcado quien sabe en qué dimensión, en qué viaje, en qué plano, en qué vida del resto de mis vidas.

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