El viaje de Nacho

El viaje de Nacho

Ofelia Gómez

23/08/2019

Se levantó al amanecer, había pasado la noche en lo de su compadre Antonio y quería volver antes que anocheciera. Se lavó, se vistió, se puso el camperón y bien abrigado salió sin hacer ruido ya decidido a emprender viaje. La gente de la casa dormía, el perro, con sueño pero siempre alerta, lo acompañó hasta la camioneta.

Nacho miró el cielo estrellado y, sin saber por qué, sintió que una nostalgia le apretaba el pecho. Casi se le escapa una lágrima. Pensó “¿Qué es lo que me pasa? Es como si me faltara algo”. Tanteó los bolsillos para asegurarse de que tenía las llaves y la plata. Puso la carpeta con los papeles al lado suyo, en el asiento. Miró para todos lados y la quietud de la madrugada le dio una sensación de melancolía.

Se le dio por acordarse de otros tiempos, cuando era feliz, “¿Pero acaso ahora no soy feliz?” Y fue en ese momento que, después de tantos años, extrañó al viejo. Extrañó aquellas travesías que hacían juntos a lomo de mula, siempre al amanecer, por eso él tenía ahora la costumbre de salir bien temprano. Aunque ya no era lo mismo, el viejo ya no estaba y él había cambiado la mula por una «cuatro por cuatro». Esta vez no miró el cielo.

Iba tranquilo pero muy atento al camino, la camioneta respondía bien, aunque no era cosa de descuidarse, podía aparecer un animal encandilado por las luces o dar con alguna piedra y volcar. Apenas cruzó el río, seco por entonces, de ahí su nombre —Río Seco—, encendió la radio para escuchar las noticias y siguió con su viaje. Poco más adelante entró en la ruta asfaltada, allí pudo levantar la velocidad y en un par de horas más llegó a la ciudad.

Nacho tenía todo organizado, después de un buen café con leche y dos o tres medialunas en el bar de la estación de servicio, comenzaría a ir de un lugar a otro: al banco, a la municipalidad, a la oficina del abogado. Al mediodía pasaría por casa de Gladys, su novia de siempre. No vivían juntos porque él detestaba la vida en la ciudad y ella no soportaba el campo. Habían llegado a algo así como un acuerdo, decían que su amor superaba las distancias.

Después de almorzar descansaría un par de horas, todo dependía de Gladys. Luego iría al correo y pegaría la vuelta para llegar a tiempo a casa de Antonio, que había prometido esperarlo con un chivito asado.

Así fue que tomó su desayuno como ya había previsto, cargó combustible, compró un diario que no leyó y empezó con su rutina. Fue al banco y pagó varias boletas; luego a la municipalidad, tenía amigos allí, tomó café, conversó un rato y entregó algunos papeles, se los sellaron y los revisó uno por uno. No quería que su viaje fuera en vano y tener que volver porque faltaba alguna firma.

Luego fue a lo del Dr. González, esperó y esperó hasta que por fin pudo pasar al despacho, tenía que interesarse por los trámites sucesorios de un amigo. Trató de no olvidar nada de lo que le dijo el abogado, dejó unos pesos para ciertos sellados, pidió un recibo ya que no era plata suya y tenía que rendir cuentas y salió contento. Todo había resultado bien. Se acordó del chivito y compró una damajuanita de vino.

Se le estaba haciendo tarde, así que rumbeó para casa de Gladys, quedaba cerca y ella lo estaría esperando como siempre, con el bife casi listo y la ensalada como a él le gustaba. Pero cuando llegó todo era diferente a lo calculado. Había visitas, un hermano de Buenos Aires con la señora y los hijos. Él fue presentado como alguien que se ocupaba de hacer trámites y traía noticias de los parientes que vivían más al norte.

Casi no habló durante el almuerzo, estaba contrariado. Su novia había ocultado su relación ante la familia. Además no había bifes sino milanesas y esos niños no hacían más que pelearse y terminaron llorando. Apenas pudo se despidió y salió apurado para la calle, Gladys lo alcanzó para rogarle que volviera pronto, dijo —sí, sí— y subió a la camioneta como si huyera.

Ya en la ruta se sintió más calmado. Pensó entonces que él ya estaba grande para andar en aventuras. Que en adelante se dedicaría a no descuidar sus cosas. Que ahora mismo se iría para su casa, tomaría unos mates y un poco de pan y fiambre y luego vería algo en la tv hasta quedarse dormido.

Estaba tan cansado que ya no quería saber nada con nadie, pero poco después de cruzar el río se sintió reconfortado. Entonces miró el cielo tan hermoso, pensó en su padre, «el viejo», como él le decía, que ya no estaba aunque siempre lo acompañaba en el recuerdo. Después de todo la vida no era tan mala. Encendió la radio y se puso a tararear. Le dio una palmadita a la damajuana de vino que había puesto a su lado en el piso de la camioneta y siguió viaje a lo del amigo que lo esperaba con el asado.

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