Deja el desayuno sin tocar. Nadie va a enterarse; están metiendo las maletas en el coche y suficientemente ilusionados como para obviar menudencias. Quiere estar delgada. Su madre no la entiende. Sube lentamente a la parte trasera del BMW familiar. Todavía no ha amanecido; el viaje a la casa de la abuela es largo.

Cuando la noche le cae encima, Kaaya decide dormir unas horas. El gran roble de hoja dorada, es el más antiguo habitante de las profundidades del bosque. Sus raíces crecen por encima del suelo, con el afán de mostrar la fortaleza de su alma aferrada a la tierra. Cubiertas por un suave musgo, es la cuna perfecta para dormitar. Al alba, el rocío moja sus ropas, dejando su cuerpo helado de soledad.

Escucha unas pisadas: aún sabiéndose cuidada, se agita al verle llegar. La bondadosa mirada del Ciervo Rey le sonríe. Cubierto su enorme cuerpo por un majestuoso pelaje blanco, se balancea al ritmo de la musculatura del animal sagrado que es. El calor de su voz, eleva la temperatura del ambiente.

—El bosque es peligro princesa, tienes que llegar pronto a tu destino.

—Buenos días Ciervo Rey. —Kaaya, todavía temblorosa, sabe que recibirá instrucciones.

—No hay tiempo que perder, el lobo Pinto te espera en la colina.

Dolorida por la caminata del día anterior, se prepara para partir. Sus ropas de hombre le estorban entre las piernas. Se las robó el día anterior al mensajero real, mientras jugaba con la doncella Lile en los aposentos de los criados. Sus sensibles ojos se abrieron como platos al verles desnudos. Cuando era una niña, la nodriza le contaba historias terribles sobre los chicos: en una ocasión le había susurrado, que algunos hombres guardan la fealdad en su interior. Afectada por esas palabras, Kaaya lloró por Lile mientras se quitaba su precioso vestido de seda. Las diez faldas que recogía entre sus manos para no ser descubierta, pesaban demasiado para correr.

—¡Kaaya! —gritó el ciervo—. Has nacido con poderes, los descubrirás.

Kaaya prefiere que la llamen Ka. Su nombre es el producto de un error. La ley dice que el primer nombre pronunciado por el padre será el elegido. El Rey es tartamudo. Nadie pudo hacer nada. Desde entonces, la costumbre de añadir una segunda vocal a la primera sílaba del nombre del recién nacido, corre a través de las comarcas del reino. El Rey siempre dice, que nunca sabemos las repercusiones que tendrán las decisiones que tomamos.

Ser la hija del Rey, no sólo le otorga un principado. Hay un sin fin de posibilidades; como la de escabullirse temprano en su alcoba y besarle la nariz. Conocer su real humor. Saber si finge pesadumbre ante las regañinas de la reina, cada vez que lo descubre comiendo a escondidas. Lo que nunca supo hasta ahora, es que algún día debería salvarlos; a sus padres y al pueblo.

Con la reina, compartía risas entre la picaresca de las mujeres en el mercado. La ayudaba con las parturientas. Aprendió todo lo que las chicas deben saber sobre su propio cuerpo; la belleza que rechaza la fealdad del dueño de sus ropas nuevas, insinuada por la nodriza. Todavía hay algo que no llega a comprender.

Y entonces llegó Minerva, la bruja doblegada por las artes más oscuras.

—Vamos en busca de Luna —dijo la voz de Pinto en su cabeza—. Tendrás que adentrarte en el bosque para encontrarme.

En la colina, el lobo observa el horizonte de espaldas a Kaaya. El imponente animal, mueve sus cuartos traseros muy lentamente. Es un gigante, una bestia hermosa. Es tan grande, que escuchas su voz dentro, como una intuición: si ocurriese de otra forma, destrozaría el mundo.

Se abraza a su lomo mientras él corre por la pradera. En medio del claro hay un río. En el río una barcaza. Luna, la hermosa custodia del bosque, protege al mundo con su aliento. Los está esperando en su casa mágica.

Luna es una mujer con la belleza de la Tierra. Kaaya se queda absorta mirándola. Ambas se inclinan saludándose.

—Princesa, bienvenida.

—¿Qué vestidos son esos? —pregunta Kaaya.

—¿Es bonito verdad?, me lo he comprado en mi último viaje. Ven conmigo.

Pinto se tumba en la orilla. En su cabeza, escucha claramente el alboroto de las mujeres. No entiende una palabra de lo que están diciendo… ¿probarse ropa?, ¿perfumes?, ¿pintura para de uñas?, ¿pintarse?

—¿Qué pasa ahí dentro?

—No te preocupes Pinto. Estoy depilando a Kaaya.

—¿De pi qué?

—Depilan… ¡arrancando el vello de sus piernas!

—¿Arrancando el qué? ¿Por qué arrancas el vello de sus piernas? ¡El Rey me matará!

Kaaya sonríe. Con su magia, Luna había creado un hermoso hogar dentro de aquel barco. Las estancias amplias, estaban decoradas con muebles extraños. Luna le explica, que de allí de donde vienen esas cosas, es dónde aprendió a vivir sin miedo .

—El viaje será largo Kaaya. Para cuando regreses, aquí todo seguirá igual, no habrá pasado el tiempo, aunque te hayas hecho mayor.

Ahora, Kaaya parece una mujer. Lleva una túnica corta con unas extrañas calzas negras que pican en las piernas.

—¡Estás guapísima¡ —Dijo Luna sonriendo—, pareces una chica de portada.

—¿Portada? —Repiten Pinto y Kaaya al mismo tiempo.

Entonces, una voz mecánica la arrastra a través de las luces. La imagen de Pinto y Luna se desvanece en una nube de humo. Lo último que ve, son sus sonrisas.

En la radio, una mujer anuncia las compresas Minerva. No se mueven y se puede nadar con ellas.

—¿Cuándo llegamos? —dice su hermano una y otra vez.

—¡Caalla, por Dios hijo! —repite su padre sonriendo.

Mamá está triste, piensa; ella también lo está. Hace ya mucho tiempo que no hablan. La complicidad que había entre ellas, se ha roto por los temores de su madre. Se pasa el día advirtiéndola sobre los chicos y las drogas.

La abuela Luna los está esperando con su sonrisa; parece un hada. Su casa, es un refugio donde nada cambia. Ella la ayudará a entender.

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