Viajes de ida y vuelta

Viajes de ida y vuelta

Me tiemblan las manos, la presión en las sienes amortiguan los sonidos que percibo un poco distorsionados, la intensidad de las pulsaciones me aplastan el pecho. Creo que me estoy rompiendo, el cuerpo me oprime por completo, necesito salir de él.

Mi mano izquierda en el hombro derecho de mi madre. Mi mano firme sostiene su hombro izquierdo. Mis ojos siguen unos ojos que se aproximan con calma.

Estoy de pie, frente a ella, la de la bata blanca y el bolsillo repleto de bolis. Mis ojos se clavan con fiereza en sus ojos, unos ojos verde turquesa incómodos, nerviosos, que releen los resultados. Trato de averiguar en esos ojos qué dice el informe. Trato de leer esos ojos para poder adelantarme al futuro.

Espero lo peor.

Estoy de pie, junto a ella. Mi mano izquierda en su hombro derecho, firme, resuelta a sostener lo que tanto teme, lo que tanto temo.

̶ Hay indicios de células cancerígenas, hay que hacer más pruebas para ver el alcance.

Palabras que me llegan como si estuviera en el fondo de un pozo. Ha caído una bomba, interna, ardiente, que arrasa con todo. Contengo la explosión, dentro, muy dentro. Gritos, alaridos de dolor, sangre y carne rota, rabia, mucha rabia, tanta rabia que quiero destruir el mundo fuera de ese pozo, matarlos a todos. Presiono el hombro derecho de mi madre con mi mano izquierda que finge firmeza. Cuento tres, dos, uno. Mi boca se mueve.

̶ Mamasita, todo va a ir bien.

Me giro, la miro, su rostro está ahogado por el miedo, un miedo que ya conocemos, apareció tan solo hace un año y medio. Ella no dice nada, su mano izquierda descorazonada busca la mía que finge firmeza, una firmeza que espero le ayude porque a mí me está desgarrando. Sólo quiero gritar.

Este viaje ya lo conocemos, es un viaje de esperanza y amargura, es un viaje de ida y vuelta.

Oigo un pitido lejano, cada vez más intenso, se acerca. Abro los ojos, miro a mi alrededor, reconozco mi habitación.

̶ ¡Joder, otra vez!

Estoy en la cama, la sensación de angustia me atenaza como unas correas de contención que no me dejan moverme.

̶ No es una pesadilla, me digo. Pero este pensamiento no me vale.

̶ Sí, sí es una pesadilla, pero una que se hizo realidad.

Me digo a mí misma que tengo que viajar de ida y recuperar la calma, que todo irá bien.

Trato de acercarme a esa mano firme, la suya, la del último día. Me obligo a volver a su último viaje, a aquel recorrido de ida y vuelta.

Aquella noche me fui a casa. Yo no quería ir, no quería. Llegué a casa y pensé, me van a llamar diciendo que está muerta. Yo lo sentía, pero me fui a casa. Quería que hubiera esperanza, era un viaje de ida.

Yo lo sabía, no sé cómo, pero yo lo sabía. Yo no quería ir a casa, y yo siempre quería ir a casa. Era un viaje de ida, quería que hubiera esperanza.

09’37, el teléfono suena. Mi padre diciendo que ya está. Algo me estruja la garganta y el pecho. Es la urgencia de mis palabras ̶ ¿cómo que ya está?

El corazón se me paraliza.

Él responde, ̶ la van a sedar, quiere veros, venid ya.

El viaje de regreso siempre tiene algo de amargo porque algo se acaba. Este era el viaje más amargo de mi vida. En el coche, mi hermana en el asiento de al lado en shock, incrédula. Yo muerta de miedo. Me había estado preparando para este momento durante seis largos meses, sin embargo, estaba muerta de miedo.

Ella iba a desaparecer, se iba a acabar. Mi madre, muerta. Es algo tan gordo que no se puede entender en un solo golpe y es algo para lo que no hay preparación, ahora lo sé. Se muere, y tú con ella de dolor. Pero tú no estás muerta, y ella sí, y eso te mata más aún.

Era un viaje de vuelta a ella, de despedida, amargo. 86 km de lágrimas, angustia, desconsuelo, miedo, tristeza… mucha tristeza. Y también alivio. El viaje de vuelta se iba a acabar con ella, y con su sufrimiento, y con la frustración de no haber podido quitárselo, con la duda de saber si conseguí que se sintiera querida.

Este era un viaje de vuelta, lo que no sabía era cuánto más que ella iba a durar, era un viaje para el que una no se puede preparar por mucho que quiera.

Un pasillo que me parece vacío, inabarcable, una luz que me desorienta, olor a finitud, miedo, mucho miedo. Y de repente ella, mi mamasita, postrada, durmiendo. Lloro, lloro mucho, lloro fuerte. Y sin saber cómo repito una y otra vez, ai mamasita, ai mamasita.

Mi padre la trae a la consciencia.

–Encarna, tus hijas.

Y ella responde con la sonrisa más dulce que nunca le haya visto jamás. La quiero con una inmensidad que no sé cómo transmitirle, le cojo la mano derecha, la acaricio, y le digo entre llantos,

̶ no tengas miedo, nosotros estamos aquí contigo. Te queremos, mamasita.

Y ella responde con calma, apretando mi mano con firmeza,

̶ si no tengo miedo.

Y esa calma y firmeza me llenan, hacen todo más fácil.

Salgo de este recuerdo, siento la cama, me muevo, los músculos se han distendido, me levanto, siento el frío del suelo bajo mis pies, camino hacia el baño. Me miro en el espejo y veo esa sonrisa dulce suya, y siento su calma en nuestro último viaje juntas. Y pienso, todos los viajes son de ida y vuelta, de vida y muerte, de esperanza y amargura.

Estoy de pie, frente al espejo, y su imagen me devuelve esa sonrisa dulce y cálida que me pone siempre en marcha a viajes de ida y vuelta.

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