Se despertó de repente y miró a su alrededor sin entender qué estaba haciendo ahí, acostado en una cama dentro de lo que parecía ser el camarote de un barco, un crucero tal vez. Por el movimiento supo que estaban navegando, y que las aguas no eran tranquilas. Se incorporó y saltó hasta la puerta: estaba cerrada, por más que lo intentó una y otra vez no se podía abrir. Miró por el ojo de buey, era noche oscura, no había manera de saber qué pasaba ni dónde estaba. Síntomas de resaca le impedían pensar con claridad, se sentó en la cama y con la cabeza entre las manos trató de recordar: la fiesta en la casa de la colina, había bebido mucho, luego la rubia y él habían fumado marihuana, salieron al parque, ella propuso que fueran a su casa, subieron al auto, reían y bebían champán del pico de la botella mientras él conducía por la carretera angosta junto a los riscos del mar, las luces de un camión de frente, los bocinazos… no recordaba nada más.
De pronto, un chirrido en el altavoz dio señales de que alguien estaba por hablar. “Buenas noches señores pasajeros. Bienvenidos, les habla el comandante Caronte, les comunico que estamos efectuando el cruce cotidiano del río Aqueronte hacia la costa más propicia y acogedora, donde podrán descender todos aquellos que me entreguen el óbolo respectivo. A quienes lo hagan, les sugiero que una vez allí se dirijan lo más rápido posible a los Campos Elíseos, evitando que los confundan, pues no faltarán quienes con intenciones de lo más aviesas traten de inducirlos a elegir el Tártaro, ocultándoles su destino de fuego eterno. Por su parte, los que no puedan pagarme ahora serán devueltos a la otra ribera, donde deberán seguir vagando durante los próximos cien años hasta que regrese a buscarlos y los lleve gratis, pero en la barca pequeña. Les informo además que, previo a este viaje, se ha constatado fehacientemente que todos ustedes están muertos. Gracias por su atención”.
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