Samuel miraba una foto en su teléfono móvil con sus tres hermanos. Se sentía culpable porque había pasado toda su vida muy unido a su hermano mayor, Jesús, del que solo le separaban dos años, había adoptado un papel de hermano mayor protector con el pequeño, Pedro, pero aunque su relación era buena con su otro hermano, Jorge, no había compartido tantos momentos con él como le hubiera gustado, debido a que había tenido problemas personales durante una larga etapa de sus vida que lo habían encerrado en sí mismo.

No obstante, se acercaban sus vacaciones, y decidió viajar a Barcelona para visitar a su hermano Jorge, que vivía allí con su marido Garry. Planificó los gastos como le gustaba hacer. Le cuadraban las cuentas, así que llamó a su hermano y le comunicó que le gustaría viajar a la ciudad condal para estar unos días con él. A Jorge le hizo mucha ilusión que Samuel fuera a visitarlo, y pidió unos días libres en el trabajo para poder estar con él durante su viaje.

Por fin llegó el gran día, y Samuel emprendió el viaje a Barcelona. No le gustaba viajar en avión, pues le producía una tremenda angustia pensar que pudiera sufrir una avería en pleno vuelo y caer al mar súbitamente como una perdiz tras recibir un disparo. Sin embargo, el viaje transcurrió con una sorprendente normalidad para Samuel que vio como el tiempo volaba mientras leía el periódico.

Pero ocurrió un contratiempo con el que Samuel no contaba: el encargado del restaurante de Jorge le había pedido que se quedara en el turno de tarde porque uno de los camareros había enfermado, así que Samuel tuvo que esperar a que llegara por la noche en un bar que estaba cerca de su casa. Finalmente, después de un café, cinco cervezas y dos platos con aceitunas, Jorge llegó al bar. Se disculpó con su hermano.

– No pasa nada, somos hermanos ¿no?

Jorge sonrió, y ambos hermanos se dieron un fuerte abrazo.

El día siguiente fueron por la mañana temprano a recorrer el centro de la ciudad; vieron el barrio gótico, la catedral de Barcelona, la basílica de la Sagrada Familia y la casa de Gaudí, entre otros muchos impresionantes sitios. De entre todos ellos el que más cautivó a Samuel fue la Sagrada Familia, aquella basílica tan alta y moderna, extraña y bella a la vez. Jorge le explicó que era un templo hecho por y para el pueblo. Samuel tomó varias y diferentes fotografías de aquella obra de arte, y pensó que se debía ver al menos una vez en la vida.

Por la noche, mientras volvían a casa saliendo del barrio El Raval, pasaron por una plaza en la que había varios hombres bebiendo unas botellas de cerveza. Uno de ellos con una prominente barriga, la piel morena y los ojos rojos se acercó a ellos.

– Hola, amigos -les ofreció su mano.

– Hola, ¿qué tal? -Samuel, al darle su mano, vio como tenía algunas manchas de sangre reseca en ella.

– Dame un euro para un café.

– No, lo siento.

– ¡Dame un euro! -aquel desgraciado se puso agresivo.

Samuel y Jorge no le dijeron nada, y se marcharon de allí escuchando las risas de aquellas almas endiabladas porque no querían meterse en problemas.

La última noche del viaje de Samuel, este, Jorge y su marido Garry, que había regresado de Málaga después de pasar unos días con su familia, fueron a cenar al restaurante de Jorge. El local era tremendamente lujoso pero sin perder un ápice de elegancia. Llenaron varias veces sus copas antes de que pudieran ir a su mesa y tomaron unos deliciosos aperitivos.

Una vez ya sentados, Garry les dijo:

– Estoy muy contento de estar aquí los tres juntos en la big city y ver cómo vamos logrando nuestros sueños -levantó su copa-. Porque se sigan cumpliendo nuestros sueños.

Los tres brindaron y siguieron disfrutando de una velada inolvidable.

Al salir del restaurante, se dirigieron a casa, pues al día siguiente Samuel salía para Granada por la mañana. Mientras pasaban por una plaza, un vendedor ambulante intentó vender una cerveza a Garry. Este le pidió que lo dejara tranquilo, pero el vendedor siguió intentando venderle la lata de cerveza, lo cual enfadó a Garry, y comenzó una discusión en la que el marido de Jorge le pedía que se fuera de allí, mientras el vendedor seguía insistiendo en que le comprara la maldita lata.

En ese momento, Jesús, el padre de Samuel y Jorge, llamó a Samuel por teléfono. Estaba muy alterado. Lo reprendió porque había encontrado arena en su piso de Málaga, donde Samuel había estado unas semanas antes con unos amigos. La bronca de Jesús molestó enormemente a Samuel, pues consideraba que aquel no era motivo suficiente para molestarlo durante sus vacaciones. Intercambiaron palabras elevando el tono de voz, y Samuel colgó el teléfono. En el camino a casa, Garry le dijo que sus padres, al igual que los suyos, se estaban haciendo mayores, lo que significaba que se volvían más infantiles, y tenían que comenzar a adoptar un cierto rol paterno con ellos.

Ya en el piso, Samuel no conseguía dormir. Salió a beber un vaso de agua. Cuando regresaba a su habitación apareció Jorge en el salón.

– ¿Tampoco puedes dormir?

– Sí, con este calor es imposible.

Los dos hermanos se sentaron en el sofá.

– Jorge…

– Dime.

– Me gustaría disculparme contigo… durante mucho tiempo, como sabes, he tenido algunos problemas, me he encerrado en mí mismo… y no he sido tan buen hermano como me hubiera gustado.

– No pasa nada, somos hermanos ¿no?

Samuel se emocionó, y ambos hermanos se dieron un fuerte y largo abrazo.

Un rato después, al partir en el autobús hacia el aeropuerto de El Prat, Samuel se despedía desde el vehículo de su querido hermano viendo aquella amplia sonrisa que nunca nadie consiguió borrar de su cara.

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