Así como llegó se fue, callado; maleta a un lado y los ojos clavados en las pantallas que anunciaban los vuelos.

Nos despedimos con un apretón de manos. Él me dedicó una sonrisa medio ausente y yo asentí desviando la mirada a las baldosas. Los dos sabíamos que no nos veríamos de nuevo.


Mientras voy de camino a los estacionamientos enrolo un tabaco y me voy fumando hasta el auto. Pienso en él, en por qué mierda se le ocurrió aparecerse ahora, después de tanto tiempo. Se me cruza el cuarto oscuro, el chirrido cómplice de la puerta. Boto el cigarrillo y lo aplasto sobre el pavimento.

En el auto persiste aún ese olor tan de él. Esa mezcla a café con whisky y perfume de farmacia. Alguna vez busqué ese aroma solo para hacerme daño. Ahora lo tengo ahí, impregnado en el asiento del copiloto.

Llamo a mi mujer antes de partir. Le aviso que ya lo dejé, que estoy bien y ya me vuelvo. Del otro lado hay una pausa. Luego me pregunta cómo lo vi. Solo, respondo, más solo que cuando llegó. Doy un suspiro, le digo que regresaré para almorzar y cortamos.


Lo que más llamó mi atención cuando se presentó frente a mi puerta era lo viejo que se había puesto. En mi cabeza era alto, de chaquetón oscuro y bigote negro y tupido. Ahora apenas le quedaba pelo, y tenía unos manchones enormes en el cráneo; se había encorvado, todavía llevaba el chaquetón, pero daba la impresión de que le pesaba sobre los hombros. Me extendió la mano y yo solo traté de mantener la mirada. Atrás apareció mi mujer que me dio unos golpecitos en la espalda para sacarme del trance. Entonces tomé la maleta y la metí en la casa.

Mientras él daba explicaciones de qué hacía por acá, mi mujer le ofrecía un café. Yo la miraba ir y venir de la cocina, con tazas, galletas y otras porquerías. Él sonreía, se enrojecía en la nariz. Pensé en su aliento a trago, en el día que me fui de Santiago con lo puesto. De pronto sentí su mano sobre mi rodilla y me entró un escalofrío. Ahí estaba, sentado, hablando con mi mujer, deshaciéndose en disculpas por llegar sin aviso.


Poco importa ahora que se ha ido. Lo visualizo en el aeropuerto, esperando a que lo llamen para abordar, con los ojos cargados de agua, limpiándoselos con el mismo pañuelo de seda de siempre. Luego imagino que él también piensa de mí. En otro yo. Veo mis ojos por el retrovisor, atrás un auto me sube las luces para que acelere. Enciendo la radio y subo el volumen al máximo.


Mi mujer insistía en que habláramos. Cada noche, cuando estábamos por irnos a dormir, me lo decía y yo me comprometía a hacerlo por la mañana. En parte para que me dejara en paz, en parte porque genuinamente creía que para entonces tendría los huevos para hacerlo. Después se acurrucaba a mi lado, sentía el calor de su aliento mientras me decía al oído: «Está viejo ya, no puede hacer nada».

La última noche soñé con el chirrido de la puerta. Vi su sombra roja parada a los pies de la cama. Afuera el llanto apagado de mi mamá. Justo cuando estaba por envolverme por completo desperté. Estaba agitado, mi cara cubierta de un sudor frío. Decidí bajar a la cocina para prepararme un té y ahí estaba él, cerveza en mano. Nos miramos en silencio por un segundo, luego le pregunté qué hacía aquí. Negó con la cabeza y fijó la mirada en la lata. Serví mi té y volví a acostarme. Ya en la cama me restregué los ojos y hundí la cara en la espalda de mi mujer. A la mañana siguiente me pidió que lo llevara al aeropuerto.


Tan pronto tomo la calle principal apago la radio. Ya siento que está muy atrás, nos separa algo mucho más grande que una distancia. Aún puedo imaginármelo, pero es algo borroso, como el rostro de un sueño que no recordaré. Veo el asiento que hasta hace poco ocupó. Se ve igual que siempre, pero distinto, como si algo en su misma esencia se hubiera alterado permanentemente. Me tiembla el labio, aprieto los dientes y acelero el último trecho a casa.

En la entrada me espera mi mujer. Nos abrazamos, ella pasa su mano por mi mejilla izquierda donde tengo la cicatriz y yo solo la miro. Me da un beso y me dice que se va a entrar, que parece que se va a poner helado. Asiento y le digo que voy en un minuto. Apenas me quedo solo cierro los ojos y una brisita fría me abofetea en la cara. Me arde. Escucho cómo se revuelven las ramas de los árboles, al pastor alemán del vecino que se larga a ladrar. A lo lejos, casi al final del pasaje, siento el grito de unos niños que juegan a darse pases con una pelota. Vuelvo a ver a mi casa y trato de convencerme de que ahí no tendré frío.

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