– Regina, tu madre no sabe hacer el mandado, ni siquiera un pollo tiene, y mira que el pozole sin pollo, aunque siga siendo pozole, es namás caldo y maíz, y eso a mi no me viene. Vete ahí con doña Yola a ver si de pura, tiene. –
– ¿y por qué no vas tú? –
– A ver, que sea solo algunos años mayor que tú, no quita que sea tu tía. A mí me respetas. Y no es mi culpa que tu madre se haya ido a tener quién sabe cuántos, con quién sabe quiénes y tenga bocas que alimentar. –
– Seremos muchos, pero nos mantiene ¿qué no? Y ella no nos deja salir desde el tiro que le metieron a Pancho. –
– ¿Tienes miedo? ¿Qué tu también te la andas dando con narcos? ¿Alguien aquí tiene motivo como para pegarte un tiro? ¿Alguna confesión que quieras hacer? –
– Claro que no tía, pero lo de Pancho eran solo rumores, tú lo conocías, y ¿muy bien no? Él namás compraba –
– ¿Y tu compras? No ¿verdad? Lo que sí vas a comprar, si es que quieres comer, es una pechuga, así que ándale de una buena vez. Yo tengo que lavar este maíz unas cinco veces más hasta que se le quite lo mugroso. Y si no te apuras, vas a terminar peor que él Pancho. –
No hay más que alegar. Salgo y a travieso la vecindad. Se escuchan voces de televisores, y gritos de señoras. Huele a caño desde hace semanas, las tuberías están rotas, y pocos tenemos agua limpia. Lo que no nos falta es la señal de cable, que gracias a vecinos expertos, robamos de algunas casas de la colonia aledaña.
No recuerdo la última vez que salí sola. No reconozco a nadie fuera de la vecindad. Está silencioso, no lo recordaba así. Los susurros se confunden con el viento, y a el intenso sol, lo han tapado las nubes grises. Las sombras se intensifican y los semblantes se aseveran. Mis manos sudan, y mis piernas tiemblan. Soy muy consciente del dinero que llevo en el brasier, y si no fuera porque conozco esas miradas, creería que se dirigen a el.
A lo lejos, niños juegan a la pelota, y me tranquilizo al pensar que debe ser un lugar seguro, pero mientras me acerco, el juego ya se ha convertido en pelea. Algunos padres han salido maldiciendo, golpeando y amenazando a los otros, antes de ponerle una tunda a los mocosos. Todos entran de nuevo a sus hogares y la calle queda vacía una vez más.
Tengo miedo. Por mi mente pasan las historias de varias chicas de la escuela, a la que violaron, a esa que mataron, y de la que ya nunca se supo. Temo ser una historia más. Comienzo a sentir frío. Hombres se asoman de sus casas, otros fuman en la banqueta. Me pregunto dónde estarán las mujeres.
Una camioneta negra conduce lento detrás, camino rápido, sudo frío, y ruego que no sea por mí. Debe haber otra razón ¿tal vez vive por aquí? ¿Ha intentado evitar el tráfico de la avenida? Pasa un bache y acelera.
Vuelvo a respirar. Pero frena en seco en la siguiente esquina. Abre la cajuela y dentro veo cajas. Sale un grupo de hombres. Están armados y miran registrando todo el lugar. Uno de ellos se para a mitad de la calle tomando la pistola. No hay nadie. Solo yo. Me mira, vuelve con uno de sus compañeros, y le susurra al oído.
El otro hombre me mira de cabeza a pies, y me lanza una tenebrosa sonrisa. De pronto se escuchan sirenas, los hombres se apuran a bajar la mercancía y la meten a una casa. Llega la patrulla. Se hablan, se dan dinero y parten ambas camionetas. Y aún sonriendo, desaparece el último hombre.
Cambio de banqueta, cruzo la calle, y por fin me encuentro con Doña Yola, que, mira el programa de chismes en el televisor. Me siento a salvo.
– ¿Tiene pechuga? – le pregunto.
– No mija, ahora no traigo, pero ha de tener Chonita.
Queda a unas cuadras más. ‘Llegué hasta aquí, puedo hacerlo allá’. Comienza a llover. ‘Bendito sea, nadie más saldrá’. Puedo trotar y nadie pensará que es por miedo.
Llego, consigo la pechuga, pago y me guardo el cambio. Regreso a casa, el viaje me parece corto. Subo las escaleras hacia mi departamento. Abro la puerta, pongo el pollo en la mesa y me saco el cambio. No hay ruido. En la cocina, la estufa está apagada. En los cuartos los juguetes tirados. Las llaves, colgadas. ¿Dónde están todos? La sangre se me sube a la cabeza y comienzo a preguntarme si será que me he tardado, si será que me están buscando, si mi tía se ha preocupado, y con ella, mis hermanos. Es una pesadilla. Debo llamarle, tomo el teléfono y comienzo a marcar.
Tocan la puerta. Deben ser ellos. Se me calman los nervios. Corro a abrir. Todo está bien me digo, los recibiré sonriente. Pero no son ellos lo que veo. Es una sonrisa, es un arma, es un final.
IV Concurso de Historias del viaje
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