La Leyenda del Indio

La Leyenda del Indio

Lana Oros

05/08/2019

Como hormiguitas se ven los tres caminantes ascendiendo por la montaña en forma de caracol: Lucas, Ana y Verne, que abanica el viento con su cola y le va pisando los talones a su amo. Avanzan a paso lento pero firme, con las mejillas rosadas y a sus espaldas, dos mochilas llenas de mangos.

—¡Nueve kilómetros para esto! —le recrimina Ana a Lucas—, te dije que solo era niebla.

—¡Qué raro!, tal vez no es aquí —dice Lucas asomándose por encima de los matorrales—. ¿Y si seguimos subiendo?

—Ay no, Lu, hasta aquí llego yo, tengo hambre, sed… y no quiero más mangos.

—Allá —señala Lucas un poco más arriba de donde están—. En esa casita hay un letrero: Se venden bocadillos y guarapo.

Ana levanta la cara y ve qué tan lejos está, le vendrá bien algo para reponer energías; parece una marioneta de trapo tumbada en el suelo, pero el cansancio es más fuerte que su voluntad. No sucede lo mismo con Lucas, ella lo sabe y le extiende los brazos.

—Lo vi venir, —dice ayudándola a levantarse para subirla en su espalda.

La casita es pequeña y rústica, abarrotada de plantas en ollas viejas. En la entrada los recibe la dueña; una mujer de edad madura, escoltada por cinco perros y un gato. Se acomodan en unos troncos a manera de sillas. Beben guarapo de frutas hasta sentirse mareados. En cada sorbo, a través del fondo del vaso, Lucas ve más grande la roca escarpada detrás los matorrales. Mientras tanto, Verne, socializa con los otros perros, intercalando ladridos y lametazos al agua de ellos.

—Señora, ¿cuándo las rocas tienen esos quiebres —pregunta Lucas, indicando aquel lugar, —es porque hubo paso de agua, cierto?

—Sí, joven, eso era una cascada.

—¿La ha visto botar agua?

—No, y ni que lo vuelva hacer —agrega la mujer persignándose.

—¿Por qué?

—Cuando lo hacía, casi inunda el pueblo, pero el cura de estas tierras lo detuvo.

—Entonces, ¿ese era el indio?

—Ese mismo.

—¿De qué hablan? —interrumpe Ana.

—La leyenda del indio… —contestó Lucas entusiasmado—. La familia que se convirtió en río para protegerse y reencontrarse, menos el indio que se quedó atrapado.

—¿Cómo así?

— Dicen que la india preocupada por la amenaza de un monstruo llamado progreso, suplicó…

—¿¡El monstruo se llamaba progreso!?

—¡¡Sí, Ana!!…, suplicó al espíritu del bosque que la volviera lluvia sin importar las consecuencias. Así bajó por la quebrada provocando una creciente. Casi acaba con medio pueblo, pero ya no pudo regresar. El hijito le siguió y se reunieron donde desembocaba el río. Cuando el indio iba a bajar, un cura subió al cerro y le lanzó un conjuro…

—Lo rezó, joven, lo rezó.

—Sí, eso; y no lo dejó bajar. Lo secó.

—No lo secó, dicen que él se ocultó a los ojos humanos. En esa época, algunas personas aseguraban ver la cascada desde la ciudad. Los que subieron a buscarla, aparecieron muertos a la orilla del sendero, cuando les practicaban eso que les hacen a los difuntos…

—La autopsia —agregan los jóvenes en coro.

—Sí, eso; les encontraban agua en los pulmones… Fue su venganza. Con el tiempo la gente dejó de verla.

Los jóvenes, aunque incrédulos, quedan absortos. Agradecen el servicio y regresan por dónde llegaron. De repente, Lucas desvía el camino hacia la roca escarpada.

—¿Qué haces?, ¿vas de regreso?

—Yo sé lo que vi, Ana.

Lucas trepa a un árbol para pasar al otro lado de los matorrales, luego, estira su mano a Ana. Ella mira hacia al cielo y con un gesto de reclamo niega con la cabeza, sabe que no van a marcharse sin que él haga antes un reconocimiento del lugar.

Estando enfrente no ven más que rocas arrumadas en una especie de cueva. Lucas empieza a retirarlas y Ana lo mira sin poder creerlo.

—¿Escuchas eso? —pregunta Lucas.

—¿Qué?

Lucas se agacha y pega su oído al suelo.

—Es agua.

Ana lo imita.

—¡Ay no inventes!, no se oye nada.

—Y huele a río.

—¿A río?, ¿y a qué huele el río?

—Pues a río —contesta Lucas sonriendo—. Voy a entrar, ¿vienes?

—No… Lu, ¿tu crees esa historia y lo del ahogamiento?…

—No lo sé, de todas formas, yo soy un excelente nadador.

El joven termina de retirar las rocas, mira a su novia, le hace un guiño, le lanza un beso y se adentra en la garganta de la gigantesca roca. Verne se encuentra inquieto, quiere seguir a su amo, pero Ana no se lo permite.

El tiempo transcurre; Ana está impaciente, llama a Lucas, él no sale, decide entrar. La invade el pánico y empieza a gritar al descubrir, que no hay mayor profundidad ni salida del otro lado.

Han pasado dos meses desde que se perdió Lucas, la policía ya no lo busca. Esta noche, como tantas otras, en las que solo el cansancio le ayuda a conciliar el sueño, ve a Lucas, correr temeroso en el bosque, pero no es él, es ella viendo a través de sus ojos… Despierta angustiada, agitada, sudando.

Se levanta de inmediato, corre la cortina y se cuelan los primeros rayos del alba. Verne araña la pared inclinándose para poder ver lo que ella. Ana mira hacia la punta del cerro de Montefiori. Por primera vez ve una cascada brillante que parece emerger de las nubes y verterse entre las montañas. Está sedienta, siente el calor sofocante, abre la ventana y entra la brisa con olor a río. Vuelve la mirada a Verne y él asiente con un ladrido.

Ahora sabe lo que tiene que hacer…


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