La niña, el reloj y la canción que no dejaba de sonar.

La niña, el reloj y la canción que no dejaba de sonar.

Daniela

19/08/2019

Las concepciones que tenemos cambian, de manera súbita, con la edad. Quizás subirte a un tren que atraviesa parte del oeste del Gran Buenos Aires, a los 8 años es una aventura, pero también, una tragedia; ese pequeño recorrido, ese trecho que solo nos toma poco más de una hora, nos hace comprender no solo nuestra insignificancia en comparación con lo gigante del mundo, sino también, que la inmensidad que nos rodea es, quizás, ilimitada; entonces allí la curiosidad emerge violenta y hambrienta, y todo nuestro mundo, muta: todo nos queda chico, todo lo que ya fue percibido, es aburrido.

La emoción que alguna vez había acelerado mi pulso al subirme a un transporte, afloraba, ahora, como desdén y agobio. Reconocer mi insignificancia dentro de un mundo que me devoraba siempre que podía, despertaba la nostalgia, que añoraba mi infancia o, mejor dicho, los sentimientos de esa época.

Mire la ventanilla del tren, (mire sin mirar), y cuando por fin enfoque la vista, me vi huyendo, nuevamente; en un reflejo poco nítido, pero donde claramente era yo. Mi celular vibraba por las insistentes llamadas de Marisa, que otra vez intentaría convencerme de que todo iba a estar bien. Para ella, el mundo era suave y cálido, y yo, simplemente, sobrevivía en el. Cuando el dolor era inminente, me alejaba de mi hogar, sentía que la congoja se quedaba, estática y dinámica a la vez, esperando mi regreso, para volver a hacerse carne conmigo, ¿todos abandonan partes suyas. a veces?

Entrecerré los ojos y caí sobre el asiento, mientras el sol de fines de abril, a través de la ventana, me adormecía. Escuchaba el bajo en el fondo de una canción que hacía ya un largo tiempo sonaba desde el reproductor de mi celular. Me enderecé en el asiento, justo en el instante en el que el loop comenzaba otra vez; un rayo de luz que rebotaba contra la ventana, me encegueció por unos minutos. Restregué mis ojos golpeados por el sol. Divisé obligada, al girar mi rostro, una niña, parada en el medio del vagón. La cabellera le caía sobre la espalda y hombros, en ondas, y el sol iluminaba algunos mechones creando pequeños reflejos dorados, como si su pelo estuviese hecho de oro. Un vestido blanco con flores amarillas, (que me hacia recordar a algo o alguien) se agitaba grácilmente con su cuerpo en cada movimiento. Me sonrió, y algo en su cara, que no llegaba a distinguir por completo, se sintió extrañamente familiar: ella me resultaba familiar. Me puse de pie y ella corrió. De pronto noté que nadie la miraba; no podía tener más de 10 años, ¿Cómo es que nadie corría tras ella? Pensé por un segundo: «una niña tan pequeña corriendo sola en un tren». Y sin darme cuenta, mientras me angustiaba por la incertidumbre que me ocasionaba pensar que algo malo podría sucederle, ya estaba corriendo en su misma dirección.

Su tamaño le permitía pasar con mayor facilidad por entre las personas y para cuando el tren se detuvo, yo estaba a un vagón de distancia. Se paró repentinamente delante de una puerta y me volvió a sonreír. Las personas comenzaron a descender y ella se mezcló entre ellos. Mire hacia mi derecha y no dude un solo minuto: bajé y comencé a caminar en su dirección. No miraba hacia donde iba, no prestaba atención a mi alrededor, algo en mi me decía que debía cuidarla, que debía asegurarme de que iba a estar bien. Mientras la seguía no dejaba de pensar en cómo es que nadie la buscaba; ¿de dónde había salido? ¿con quién había subido al tren? Vi que colocó su mano en la manija de una puerta. Bajé la velocidad con la que me acercaba a ella.

  • – No salgas. ¿A dónde vas?, ¿dónde están tus padres?, ¿estás con alguien?, ¿te perdiste? – le decía mientras me acercaba con sigilo y haciendo señas con las manos – No salgas.

No dijo nada, ni siquiera volteo a verme. De pronto comencé a mirar a mi alrededor. No sabía ni en que estación estábamos, no reconocía el lugar. Hacía años que tomaba el mismo tren y nunca había visto ese sitio. Era como una estación de subte abandonada. Con vigas y soportes que sostenían las antiguas, y me atrevo a decir, frágiles estructuras. Algunos rayos de luz se colaban por las grietas del techo ¿Cómo había llegado allí?, ¿en qué momento había bajado escaleras? Porque claramente era un subsuelo. Podía oír incontables pasos sobre mi cabeza, de un lado al otro, podía ver las vías de subtes en desuso.

Lenta pero incesantemente, me acercaba a ella, y cuando la distancia que nos separaba, era menor a medio metro, extendí mi mano para tomarla del brazo, pero en ese instante, abrió la puerta y corrió, una vez más. La perseguí nuevamente, mientras que la luz de un sol por demás cálido abrazaba mi piel. ¿Hacia cuánto tiempo corría? Un calor agobiante me cortaba la respiración, y de golpe ya no pude seguir. Me detuve y sequé las gotas de sudor que caían por mi frente.

Mi boca seca, la luz solar encegueciéndome, mi ropa demasiado liviana, inmensa de repente, cayéndose, la canción en loop que no se detenía y el reloj pulsera de mi muñeca derecha corriendo eufórico hacia atrás. Levanté la cabeza y mi hermana Marisa agitaba su brazo, con su vestido blanco con flores amarillas que tanto me gustaba, que tanto le envidiaba. Mi cuerpo, ahora ágil y lleno de adrenalina, inquieto, y yo, desesperada por subir a ese tren que cruzaba parte del oeste del Gran Buenos Aires. Corrí torpemente, sintiendo que los problemas ya no eran carne de mi carne. Mi mano pequeña se acomodaba dentro de la de mi madre, mientras Marisa, tomaba la otra y me sonreía burlona. El reloj se detuvo, y arribé el tren por primera vez a los 8 años. Sin ser aún, consciente de mi insignificancia.

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