Hace un par de veranos me fui con dos amigas a Brasil. Fueron vacaciones gasoleras. Ninguna tenía un mango, como de costumbre. Alquilamos una habitación en un hotel con desayuno incluído.

Encaramos el buffet, cada una con un tupper dentro de la mochila. Después nos íbamos para Pitinga, una playa hermosa a la que pensábamos ir con nuestro almuerzo desde el hotel.
Arriba de la mesa de jugos, había un cartel que decía “prohibido llevarse comida del desayuno”. En mi mente sonó una puteada y les avisé a las chicas que no podíamos sacar nada señalandoles el cartel. Mi amiga Manti, muy relajada, dijo enseguida, “yo me llevo el sandwich igual, de última si me dicen algo… me hago la boluda y les digo que no había visto nada” y con total impunidad puso el tupper arriba de la mesa y empezó a armarse su almuerzo a la vista de todos.
Yo transpiraba de solo mirarla. Con la mano apoyada en mi ceja, haciéndome sombrerito en los ojos, creyendo que así no me veía nadie, le dije “boluda… se van a dar cuenta, escondé el tupper al menos”, ella se encogió de hombros y siguió poniéndole mayonesa al pan.

Yani es más parecida a mí, pero con los cachetes rojos, armó su sandwich, separó dos pancitos de queso y los metió en el tupper como si fuese una profesional del delito.
El día anterior habíamos quedado con un tachero, que nos pasaba a buscar a las diez de la mañana y nos llevaba a la playa. Faltaban diez minutos y yo con un nudo en la garganta.
No teníamos ningún mercadito cerca del hotel. Las chicas insistieron en que no pasaba nada, que el cartel estaba puesto para que la gente no abusara, pero que todo el mundo se estaba llevando cosas. Lo que decían era incomprobable pero sirvió. Junté ovarios y me armé un sandwich. El tupper lo tenía en la mochila que había puesto arriba de la mesa, sentía que con un movimiento ninja iba a poder meterlo ahí y nadie iba a darse cuenta. Después de dar mil vueltas y que el tiempo me estuviese pisando los talones, conté hasta tres… mentira, conté hasta como cincuenta y dije “¡YA!”, con un movimiento torpe cuando quise meter el sandwich, tiré la cuchara de la chocolatada al piso, TODOS me miraron y yo con el sandwich en la mano sintiendo que me habían descubierto robando un banco.
Las chicas estaban deshidratadas de tanto reirse, yo me quería morir. Segundo intento, miré a los costados para juntar valor y la vi a ella, una nena de unos ocho años que no me sacaba sus enormes ojos de encima. Tenía una sonrisa como diciendo “yo sé lo que estás tramando y quiero ver cómo lo hacés”. Estaba en la mesa de al lado con sus padres.
La miré, me hice la distraída, le dije algo a las chicas y cuando volví la vista, la piba seguía ahí, hicimos contacto visual por varios segundos, y sus ojos lejos de mirar para otro lado, no se despegaban de mí. Estuve a punto de sacarle la lengua hasta que me di cuenta que no solo no iba a solucionar nada si no que probablemente también iba a captar la atención de su familia.
Mientras nuestro duelo permanecía en pie, Yani apoyó su sombrero de paja arriba de mi plato y cuando lo levantó, el sandwich no estaba. Mi almuerzo se escondía donde iba la cabeza, lo apoyó arriba de la mochila y me dijo “ya está, dale que no queda nada”. Pensé, ¡qué genia!, nadie se dio cuenta, y en eso, la nena le estaba diciendo un secreto a la madre señalándome con el dedo.
Qué nena metida eh, ¿por qué no se va a hacer castillitos de arena?, pensaba.

Ya eran casi las diez, no supe cómo meter el sandwich en la mochila así que me guardé el sombrero. Agarramos nuestras cosas y camino a la salida, me saqué las ganas. Le di una patada a la silla de la nena y le dije “ay, perdoname corazón”, devolviéndole la sonrisa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS