No importaba lo que podría costar un billete, la sola sensación de viajar lo valía todo y mucho más. Cada exhalo de cansancio era la misma contracción que te producía un orgasmo. Después, cuando llegabas, el goce de la vista de todo lo nuevo conseguía sacarte de dentro de la cueva de tu propio dolor, te hacía no mirar hacia atrás. ¿Dolía? Un poco, pero por cada segundo que pasaba, ese sufrimiento se convertía en un placer por el que darías todo por volver a sentir, aunque te volviese a ocasionar daño. Solo por esa sensación, Amín lo daría todo.

Adicto” así le llamaban todos, adicto a “esos” viajes. Nadie a su alrededor apoyaba sus planes de viajar. Es más, toda su familia estaba en contra, trataban de impedirlo costase lo que costase, aun teniendo todo el dinero del mundo. Odiaban su felicidad, y trataban de enviarle a lugares en los que él no podría volver a comprar un billete en su vida.

Amín sabía ahora cómo confundirles. Vivía la misma vida aburrida que ellos, mezclándose entre su carne, vomitando su bilis, durmiendo sus sueños. Pero tal y como la luna salía en las noches, él sabía cómo verse con su proveedor a escondidas. Al precio de siempre conseguía su billete y una vez en su cuarto, sus venas lo consumían hasta el último mililitro. Y viajaba. Viajaba hasta los más remotos escondites de su cabeza, el éxtasis no se podía comparar ni se podía medir, viajaba al mismo paraíso de donde ésta noche, quizás, ya no regresaría jamás.

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