El sol estaba raro. Me llevó un rato largo pensar en ello. Miré a mi alrededor para constatar que nada más había cambiado. Levanté la vista al cielo y una niebla fina besaba la luz solar del mediodía. Aún creí que pensaba en aquel asunto. Decididamente, bajé los dos pisos de aquel edificio y me dispuse a mezclarme con los transeúntes del centro. En el pecho, mi corazón latió estrepitosamente. No llevaba nada conmigo: ni dinero; ni calzado cómodo; ni abrigo. Estaba sólo frente a la plaza Esteban Adrogué. Poco a poco, el tráfico amainó y la gente comenzó a desaparecer. La avenida Espora se mostraba desnuda.
¿Acaso era un día feriado? Tomé entonces aquella ruta y escruté el horizonte: Allí dormía Buenos Aires escondida entre el riachuelo (como si este último pudiera también esconderse). Aquel muro de agua podrida no me sedujo demasiado para continuar mi carrera. Sin embargo, por aquellas cavilaciones yo corría por la ciudad de Banfield. Llegué a Lanús y mis piernas cansadas detestaron aquellos comercios hacinados: no terminé de roer el sentimiento cuando el Puente Pueyrredón ya casi se abría ante mí. Sentía comerme por la bocaza hacia las entrañas de la gran ciudad.
Atravesé la cuenca por el viejo puente de Barracas. Verifiqué que el agua debajo estaba más cansada que nunca. Un ruido de aleteo se posó sobre mi cabeza. ¿Qué ave puede vivir en una llanura de cemento con finas elevaciones del mismo material? Creí ver a dos palomas refugiadas descontentas bajo el toldo de una ventana alta.
Para mi sorpresa la ciudad también estaba vacía; como copas que nunca les llega el derrame del jugo de manzana fermentado de la sidra. Aún peor: las fachadas desgastadas cubrían los hongos que intentaban amanecer entre las verdes plantas. La tupida vegetación indicaba que nadie -o casi nadie- vivía allí. Le acerté a todos los senderos para llegar al cementerio, pero mi desatino se fue detrás de ti cuando no te perdoné. Sentí la muerte más horrible: había sido olvidado por vos.
No le di más trascendencia al asunto de la que merecía: seguí corriendo en dirección al cementerio de la recoleta. En Avenida Santa Fe y Azcuénaga me pareció ver un kiosco con las modernas flores que crecen verticales. Tuve hambre y sed. Tenía la esperanza de encontrar algo abierto o, al menos, de ver a alguna persona que me orientase. Llegué al silente camposanto. Las verjas estaban abiertas. Ingresé y enseguida caminé con paso lento hacia la tumba de Bioy Casares.
Me dio miedo que la ciudad estuviera más muerta que aquel lugar de cuerpos sin vida. Encontré la pequeña edificación que rezaba el nombre del famoso escritor argentino y allí me decidí a finalizar mi operación. Desesperado, recordé la falta de herramientas y el no haber visto ninguna ferretería en la caminata: ¿Acaso ya no existían? Encontré un candado lleno de óxido pero no menos cubierto por la espesa vegetación. Rompí el cerrojo dándole golpes con una piedra, y allí pude distinguirlas: diferentes repisas a distintas alturas sosteniendo los ataúdes de la familia del autor de La invención de Morel. No pude discernir cuál era de él, pero en mi pesquisa encontré un cajón vacío contiguo al artista y allí decidí dormir unas horas para superar el cansancio que me produjo el viaje desde Adrogué. Cuando desperté el sol había desaparecido: solo la luna y el aleteo entre las hojas eran mi única compañía aquella noche. Acomodé mi ataúd más cerca de la familia de Bioy y salí a tomar aire fresco. La ciudad seguía vacía.
Hace tres meses que vivo allí y cada tanto me surge la pregunta aunque cada vez menos frecuente: ¿Habrá una muerte peor que la de haber sido olvidado por alguien que no te recuerda? Volví, como todas las noches, al féretro vacío y me dispuse a dormir varias noches en aquel oblongo hasta que alguien me despertase.
Nicolás Wlachija, Buenos Aires, Argentina. (2019).
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