A Marcela y a Marcela
Cómo no recordar a la Señora Abarnau. Por aquellos días el aeropuerto se había convertido en un lugar cruel y la Colonia Condesa en un entramado infeliz de camellones arbolados y gente que disimulaba paz. Su presentación fue tan inesperada, que cuando llamó al timbre dudé que fuera para mí. Estuve a punto de no levantarme, pero a la tercera insistencia dejé la cama. Al abrir la puerta una mujer alta, de cabello cano y mirada azul violeta, se presentó haciendo una mueca que le restaba edad.
– Pensé que debe tener hambre. Hace tres días que mi hijo y yo la escuchamos llorar –hablaba un español afrancesado–
Lloré otra vez. No sé por qué. El llanto brotó y punto.
La Señora Abarnau me ofrecía una charola de madera con grecas incrustadas –parecidas a las cajitas de Olinalá– en ella puré de papas, ejotes salteados, un guiso parecido al estofado de res –daube, creo que lo llaman– media botella de vino y una canasta con pan.
Tenía razón, desde que despedí a mis hijos sólo había probado pellizcos cada vez que entré en la cocina. Con más gratitud que pena la invité a pasar, mientras yo improvisaba la mesa, minuciosa observó portarretratos y mi colección de cajitas de madera.
- – Desde niña, he creído que las choses importantes dans la vie podemos conservarlas dentro de cajitas, siempre que me sentí feliz abrí una para atrapar dentro la alegría de la vida. Ahora tengo cofrecitos llenos de memorias de cada lugar que visité -dijo-
Después de la cena una sobremesa amable. Esa noche dormí profundamente, como si el cansancio de todos mis años fuera un agujero aprisionante en el cual caí sin remedio. A la mañana siguiente por casualidad conocí a Boniface, amable y petulante bajó por la escalera mientras yo revisaba la correspondencia. No fue difícil saber que se trataba del hijo de la Señora Abarnau, era ella misma hecha un hombre treinta años más joven. Elegante y bien parecido, le gustaba arrancar suspiros a los jovencitos que se citaban en el café bb. Cada mañana y cada tarde sacaba a pasear a Loulou, una pequeña french poodle que desencajaba con su gran estatura y extraña virilidad.
- – vous êtes la seule femme que me gusta, no quiero escucharte llorar más–dijo con voz coqueta–
Llegada la noche, mi amiga se presentó de nuevo. Cargaba la misma charola y el sabor del cariño en la comida. Hablamos de caballos, su padre había sido criador en Francia y yo, como todo el mundo sabe, veinte años atrás campeona panamericana de equitación y actual instructora para niños con autismo.
– Tu es magnifique quand tu ris
Era verdad, no me había dado cuenta de que estaba riendo.
Desperté junto con el sol, agradecí al cielo antes de salir a caminar, la mañana olía a brisa y a pan. No encontré a mi amiga cuando regresé, pero al anochecer puntual sonó mi timbre. Hablamos y reímos sin parar, de cuando en cuando la Señora Abarnau se ponía de pie y, como un histrión, su cuerpo envejecido recobraba todas las edades en cada anécdota que me contó. Una y otra vez observaba mis cajitas de madera sobre la repisa. A la noche siguiente igual, y así durante veintisiete más. Algunas veces me dejó preparar la cena pero –qué extraño– nunca me invitó a su casa ni accedió a que cocináramos juntas.
Una mañana recibí la notificación de que el juez había fallado a mi favor, por fin recuperaba mi casa, me mudaría temporalmente antes de venderla. Esa noche preparé la cena más exquisita, vestida para una ocasión especial la Sra. Abarnau resplandecía, repitió plato haciéndome elogios y me regaló un pequeño dije que uso frecuentemente. No recuerdo si bebimos de más.
Durante esos días me sentí en familia con una desconocida, la Señora Abarnou fue el único ser que me dio alegría y lo hizo siempre a manos llenas. Yo había regresado a la Ciudad de México creyendo volver a casa, pero pronto me di cuenta de que yo ya no era yo. Las cosas importantes se habían reducido a retratos y anécdotas lejanas, los cafés y restaurantes que frecuenté ya no eran los escenarios de mis andanzas. Nadie me había echado de menos. Si alguna vez alguien notó mi ausencia, nunca mi regreso. Mi casa, mi matrimonio malogrado, los hijos que ahora viven lejos, mi padre difundo, los caballos, mis sueños, ya no habitaban en la ciudad sino sobre mi espalda. Sólo tenía a una anciana de mirada dulce, cómplice y aliada, que se hacía pasar por mi familia. Un mes más tarde me mudé de casa y antes de septiembre de ciudad. La Señora Abarnau y yo seguimos en contacto, aunque cada vez con menor frecuencia.
En poco tiempo vendí todo lo que me ató a la capital, compré un cómodo apartamentito, guardé algo para envejecer y el resto lo invertí en el proyecto de unas sobrinas que, contradiciendo a mi intuición, va mucho mejor que lo que todos creíamos. Un pretendiente de la universidad comenzó a frecuentarme –no sé cómo dio conmigo– dejé de fumar, adopté a una perra y dos gatas, un par veces al mes los primos me frecuentan, en la terraza he sembrado flores y plantas de aroma, el médico diagnosticó algo, pero he sabido controlarme. Estoy feliz porque pronto –por fin– conoceré a mi nieta.
Esta mañana vino el mensajero, palidecí. Dentro del paquete había una nota de Bonifase: mamá quiso que tú las tuvieras, dijo que sabrías qué hacer, bisous…
Conté cien cajitas de madera que guardan memorias recónditas, ahora mismo estoy abriendo la primera, huele al mar de la provenza francesa, sobre la arena una niña feliz corre tras un sol próximo a ocultarse, le roba un rayo de ocaso que setenta y dos años más tarde, en su nombre y memoria yo libero.
OPINIONES Y COMENTARIOS