Eran las 12:53 p.m, hacía demasiado calor y estaba sentado en un banco de una plaza enorme llena de gente, de ruido, de globos de colores. El verano nunca me había sentado bien, no me gustaba el calor y las sensaciones que emana, así que decidí darle una buena patada y migrar en su época para decirle lo mucho que lo despreciaba.
Me senté en el banco, vi los globos, escuché todos los ruidos juntos y me acosté, me fui quedando dormido y abandoné ese cuerpo cansado y lleno de calor, me elevé y en ese momento recordé a El Principito de Exupéry cuando dejó su cuerpo en la tierra por ser muy pesado, me iba lejos y no podía llevar equipaje.
No me quería poner reflexivo ni mirar atrás, pensé en una encarnación que no me gustó, en una historia que debió ser contada diferente, en una soledad que me asfixiaba más que el calor del verano. Lamenté los daños, los vidrios rotos, las palabras no dichas, los mensajes no entregados.
Esta migración hacia el alma del mundo es voluntaria, fue una decisión tomada con cautela, con cuidado y premeditación, me fui a una nueva luz, a ser parte de una energía que mueve universos, a descubrir, de la mano de algún cometa, otras galaxias que aún no han llegado a ser vistas por telescopios sofisticados.
Migré de mí para ser un nuevo yo, en un espacio repleto de oportunidades diferentes, migré de esto que no me gustó a una realidad distinta y desconocida, me despegué, acostado en esa banca y me alejé de los globos, el ruido y la gente. Migré de mí.
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