Antes de subir, recé a Dios que nos bendijera en esta travesía hacia lo desconocido. El viaje sería de siete días de carruaje y seis noches de posadas. Íbamos hacia el sur del país. Llevaba dos valijas con ropa, un baúl con toda clase de libros, unas partituras y los pocos artículos que me traían los mejores recuerdos de la infancia: una pipa de madera y el cortaplumas de mi padre, las agujas de bordar y la vajilla preferida de mi madre. Todo ello ya estaba atado sobre el techo del carro. También traía una canasta repleta de comida. El salario de maestra no permitía que almorzara o cenara en cada albergue en el que pararíamos.

Al montar el primer escalón, pisé mis polleras y enaguas y resbalé, cayendo en el barro. Ruboricé, al pensar que tal vez uno de los hombres hubiera observado mis pies, cubiertos con las mejores medias de lana y botines de taco que poseo. Sacudí el fango de la falda y logré subir al segundo intento. El chofer ya se notaba irritado por el retraso del viaje: uno de los pasajeros de alta alcurnia no llegaba.

No quise esperar dentro de la calesa. ¡Ya estaríamos enclaustrados allí por tantas horas! Una vez que todos los pasajeros llegaron, subí y ahí tuve ese pequeño desliz que impacientó al chofer aún más de lo que ya estaba.

A los 25 años de edad y ya con cuatro años enseñando, el ministerio de educación me enviaba hacia la estepa Argentina en un pueblito de Santa Cruz, a enseñar y administrar una escuela donde al menos 30 niños de distintas edades esperaban.

Una vez todos adentro, el cochero empezó sus gritos y latigazos sobre los cuatro caballos. La galera se desplazaba hacia adelante sobre esas ruedas gigantes y se zarandeaba con cada piedra que cruzaba y con los más pequeños desvíos de cada equino. En pocas horas de viaje los últimos vestigios de la ciudad de Buenos Aires quedaron detrás.

No había pasado ni medio día cuando empecé a descomponerme. El sol sobre el carro negro lo convertía en un horno; los caballeros que me acompañaban sudaban copiosamente con esas ropas de lana de alpaca que llevaban. El calor y los olores de los caballos que eran tan pungentes como el de los hombres me causaron náuseas. Traté de respirar hondo pero no lograba sacarme el malestar.

Cuando las arcadas empezaron, uno de los hombres pidió al chofer que se detuviera. Con maestría, este hizo que las bestias pararan de correr por el camino surcado por otras calesas o quizá esta misma en previos viajes. Se bajó y me dio la mano para salir del vehículo.

Pensé que muy galante me estaba dando la oportunidad de tomar un poco de aire antes de seguir. Pero pronto, el alivio que sentí en esos primeros segundos fuera de la galera se tornaron en horror cuando vi que el mismo hombre que gentilmente me había tendido la mano, empezó a tirar todo mi equipaje sobre las matas y el barro del camino, que subió nuevamente al coche y sin dirigirme la palabra, gritó y latigó a los caballos y me abandonó ahí en medio de la nada.

¡Que indignación! ¡El ministro de educación tendrá una larga charla con el empresario encargado del transporte! ¿Qué será de mis alumnos cuando vean que no llego a tiempo para empezar el año escolar? Eso fue lo primero que pensé.

La náusea desapareció y fue reemplazada por terror cuando miré hacia el horizonte en las cuatro direcciones y no había nadie para socorrerme.

Sentada sobre el baúl, esperé que volvieran. El sol quemaba. Esperé unos 40 minutos que parecieron años. Era evidente que no debía quedarme más allí. Seguiría el camino marcado. Rogué alguien me encontrara y ayudara. ¿Qué llevar conmigo? No quise abrir el baúl para no romper mi corazón al ver la vajilla de mi madre descuartizada con ese empujón desde el techo del carruaje. Sin pensarlo dos veces, tomé en cada mano una de mis valijas y dejé el cofre ahí en el medio del camino. Empecé a caminar hacia mi destino. Después de 30 pasos, hundiendo mis tacones con el peso de las valijas en lodo y arena, quedó claro que esa primera decisión no era práctica. Volví al lugar donde estaba el baúl. Abrí mis valijas sobre él para encontrar las chancletas de cuero y tiré los botines. Reemplacé mi elegante sombrero de plumas con el bonete escolar.

Con un suspiro de resignación, decidí abrir el cofre, y entre los escombros de la vajilla, saqué las agujas de bordar de mamá y el cortaplumas de papá que usaría para defenderme, unas sábanas -lo único que encontré que actuaría como manta- un pañuelo de cuello, la biblia, y una de las tazas de té que milagrosamente encontré en casi una pieza entera. Puse todo en la canasta sobre la comida. Colgué la canasta con el pañuelo atado a través de mi cuello y brazo izquierdo.

Así empezó mi verdadero camino, en el que de apoco me fui despojando de muchas cosas. Primero las enaguas que si bien hacían mi pollera lucir hermosa y abultada, me impedían caminar libremente. El miedo, el llanto y la rabia los fui dejando lentamente uno a uno en silencio, al igual que el apretado corsé.

Al sacar todo ese peso de encima, sentí una libertad que al principio no entendí. El hambre y la sed me fueron llegando en abundancia. Por suerte sabía cazar conejos, pero pocas veces encontré agua sin apartarme del camino. Su principal fuente fueron las frutas y la sabia de los cactus que encontraba y los pocos arroyos paralelos al camino.

Hermelinda Suarez llegó a destino 89 días más tarde. A pesar de encontrar ayuda a los 15 días de travesía, esa ayuda que rezaba encontrar esas primeras noches de soledad, la rehusó y siguió su camino sola, libre, confidente y vencedora.

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