Desde pequeñita escuché a los viejos decir que esta es una tierra hueca: que el río Guareña ha excavado la roca con martillo y cincel para cobijar en sus venas a las más horribles criaturas. Pero también a las fuentes sanadoras.
Puedo notar su presencia bajo mis pies.
Evelio ronca a mi lado, tranquilo. Acaricio su mejilla y me levanto despacio. Cansada, rota. «¿A dónde vas, Marina?» Murmura. «A beber agua» respondo. Al abrir los postigos de la ventana intuyo el amanecer en la brisa: atrás quedó el dulzor de la encina consumida a fuego lento. Me visto y bajo las escaleras. En el salón, sobre la mesa-camilla de mantel verde veo mi pastillero repleto de dolorosos minutos de más.
Tras los muros gruesos y la puerta de madera, verde también, el pueblo aún duerme. Verdes puertas y ventanas esperando la llegada del día, del fin de semana, de las vacaciones y, finalmente, del olvido.
Sentados sobre el banco del jardín ríen mis recuerdos. Unos pequeños Celi, Adolfo y Marina juegan mientras la voz del abuelo vuelve a contar la historia de San Tirso, que expulsó a los diablos. Y la de las brujas o moras, que contradecía la purga anterior, pero a la que ni yo ni mis hermanos poníamos pegas. Y sobre tesoros inimaginables. Sin embargo, mi preferida ha sido siempre la leyenda del viejo Lan.
Dejo atrás la casa y me despido de mis recuerdos con una sonrisa, mas la pequeña Marina me sigue canturreado. “Lan, Lan”. Canta para asustar a los monstruos. Los de las cuevas, los de las venas.
Juntas cruzamos el pueblo silenciado por los trinos de las aves y ascendemos la cuesta.
«Lan, Lan, cuenta la leyenda.
Lan y su osa construyeron una fuente en lo más profundo de la caverna”
El río acompaña la voz de la niña con su murmullo fresco. Los veo saltar ágiles sobre las piedras mientras yo arrastro el polvo en el camino. Entonces, el río Guareña salpica, retoza, toma una bocanada y nos grita que le sigamos antes de desaparecer en un torbellino hacia sus dominios subterráneos. Y me pregunto si volverá a ver el sol.
Jadeante, alcanzo la cima. Ya clarea por el Este, pero aquí, la boca abierta en la montaña parece engullir la luz para alimentar a sus bestias. Marina juega con la oscuridad, entrando y saliendo de la cueva como los niños en la playa: asustados y a la vez deseosos de que les pille la ola.
Me vuelvo unos instantes y contemplo el valle. Los vencejos cruzan el cielo silbando su saludo al día. Inspiro y les devuelvo el saludo. Con paso polvoriento, me dejo tragar por la oscuridad de la cueva e insto a la pequeña Marina a que me siga. Duda: “El abuelo dice que ahí viven los monstruos. Que está prohibido entrar”. No me quiere dejar sola y, al fin, cede. Franqueo el límite que tantas veces pisé, allí donde ya no se distinguen las formas.
Hace frío y huele a soledad. Me estremezco y vacilo, pero la vocecita de Marina me da coraje. Canta la historia de Lan, el hombre viejo de barba blanca que amaestró a una osa y se vino a vivir a la cueva. A custodiar las aguas benditas, esas que, dicen, todo lo pueden curar.
Tropiezo y caigo al suelo húmedo. En mi cabeza, los monstruos se señorean en sus dominios, devorando en silencio a los desdichados que llegan ciegos a sus garras. Entonces, escucho. Ya puedo oír de nuevo al río llamándonos: hace cabriolas tras las paredes calizas y salta de un piso a otro. Pero también gotea con calma, con su respiración de cueva viva.
Me pongo en pie y continúo. Acaricio la piel rugosa de las paredes, cubierta de protuberancias. Palpo su rostro e imagino su expresión, su color. Paso a paso, hasta que encuentro la fuente de Lan. La pequeña Marina grita entusiasmada porque, dice, ahí está el viejo druida con su larga barba y a su lado baila una osa. La oscuridad es completa y yo no los veo, pero los oigo cantar con la voz de la fuente. Me dejo caer junto al manantial y bebo un trago. Sabe a millones de años de río viajero, a destellos de trucha filtrados por metros y metros de conchas pulverizadas. Noto el agua pasando por mi garganta reseca, empapando mis entrañas con su poder sanador.
Sonrío y le digo a Marina que vuelva con el abuelo. Con madre, con Celi y con Adolfo. Que corra, que Lan le guiará. Lejos del dolor y de los monstruos. Hacia la luz.
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