Era 1825 cuando 20 zarpamos de las costas de Santo Domingo agazapados en el fondo del bote de 12 metros desde la proa y hasta la popa, en banquillos que sostenían cada uno la carga de 4 cuerpos con un peso máximo de 250 kilogramos, pero sólo 10 logramos arribar a las costas hondureñas algunos días después; éramos mujeres, mi Marco y los hijos de algunas.

La decisión de abandonar la isla fue tomada por todas, unánimemente. Nos había llegado el rumor de que la escasa comida que conseguíamos a diario se reduciría a la mitad – eran las reglas opresoras de Boyer, que se había instalado sobre los dominicanos- además de que el agobio por las vejaciones que el gobierno haitiano nos infringía, era ya insoportable; entonces nos resolvimos a organizar la huida con nuestros hijos y también con los maridos, a quienes ayudaríamos a escapar de La Ozama, aunque en ello se nos fuera la vida.

30 de abril. 1 am. Ana, Bernardita, María, Adelina, Amelia, Francia, Laura y otras más, nos reunimos en la parte trasera de La Ozama, que mantenía presos a nuestros hombres. Desafiando al hostil gobierno, habían construido el túnel que iniciaba en el patio interior de la fortaleza y terminaba en donde nos hallábamos y antes de que el tedio nos llevara al sueño, los hombres fueron saliendo del túnel uno a uno. Ana entristeció porque Horacio se había arrepentido en el último momento y Bernardita no tuvo mejor suerte. Jeremías sufría de una infección que lo había postrado con fiebre y diarreas, así que los demás lo abandonaron a su suerte, aunque sintiéndose traidores, ya que su liderazgo había sido clave en la construcción del túnel. Pero él, generoso y con mirada insistente, les había ordenado marcharse. La nota que Lázaro entregó a Bernardita decía: La debilidad me imposibilita salir, querida. Pero tú ¡tú te vas con nuestro Baltazar! ¡Les buscaré! Lágrimas nublaron sus ojos, pero ella “tomó al toro por los cuernos”; recogió su abundante llanto, tal cual manto sobre la tierra, y pronto estuvo lista para acompañarnos.

Corrimos por el bosque que rodeaba La Ozama y aunque en más de una ocasión troncos, piedras, lobos y víboras detuvieron nuestro camino, no cejamos en intentar alcanzar la playa.

Al fin, a eso de las 3.30, subíamos con sigilo a la embarcación. Filiberto tenía todo dispuesto en La fragata: alimentos en conserva, utensilios y herramientas, mantas y agua, mucha, mucha agua.

Silencio.

Nada parecía indicar que los costeros nos habían descubierto, así que intentando mantener el estado de reposo del ambiente, fuimos abordando.

Zarpamos y comenzamos a remar con paciencia, en absoluto silencio y con los brazos exclusivamente; una hora nos llevó salir de la zona fronteriza para entonces sentirnos libres y, al menos en un primer tramo del trayecto, utilizar ya los remos mar adentro.

Todavía no amanecía y la oscuridad continuaba reinando, cuando escuchamos el ruido de motores. El estar nosotros ya fuera de la zona fronteriza imposibilitó a los costeros detenernos, aunque ciertamente fuimos divisados.

Presos de pánico, Pedro y Nicolás, su hijo de 10, abandonaron el barco de un salto y siendo el oleaje sumamente fuerte; por eso, fueron devorados por el mar inclemente. Laura quiso detenerlos, pero no lo logró; entonces intentó saltar y sumergirse con ellos, pero Bernardita pudo sujetarla por la espalda baja y así impidió su huida, que tenía a la muerte como fatal destino.

Racionalizamos el consumo de las provisiones tanto como fue posible aunque pronto el agua escaseó, quedando todos atrapados en una ola de calor que comenzó a deshidratar a algunos, entre ellos Lázaro, Jacinto y Filiberto.

Murieron después de terrible agonía. Los que quedamos arrojamos los cuerpos al mar liberando a La fragata de peso.

No nos habíamos recuperado de la pérdida, cuando una tormenta nos sorprendió: hubo viento, lluvia, descargas eléctricas y como “broche de oro”, una marejada. Intensos e interminables remolinos atraparon a La fragata, la que no hizo más que dar vueltas y vueltas, de izquierda a derecha y de arriba abajo, con nosotros encadenados a los banquillos, para garantizar nuestra permanencia a bordo.

Y la estrategia funcionó, aunque no para todos. La furia del mar desprendió a algunos de los niños de la barca y desaparecieron de plano; al amainar no pudimos ver, ni cerca del bote, ni en el horizonte, más que agua. Ningún cuerpo había por el cual elevar una oración al todopoderoso y sí mucha pena por la nueva ausencia.

7 de mayo. 8 am. Al fin, los 10 que arribamos a la costa éramos Francia y su hija Alfonsina, Amelia y su hijo Pablo, Laura, Bernardita y Baltazar, Adelina, Brígida, que es la que les habla y por supuesto, mi Marco. Nos sentíamos profundamente tristes por haber perdido a muchos de los nuestros; paralelamente, sin embargo, nos sabíamos libres de las ataduras del dictador Boyer.

-¡Al fin libres! – coreábamos patrióticamente.

Nos tendimos boca abajo en la orilla de la playa y dormitamos.

Repentinamente, un arma en cada una de nuestras nucas nos sorprendió.

El fuerte sol del mediodía me impidió identificar a los agresores, pero en algún momento logré ver su sello en la espalda: La garde d’Haïti.

  • ¡Válgame! ¡No hemos abandonado la isla! ¡Del oriente dominicano, alcanzamos el lado boyerista! Estamos muertos– pensé derrotada, depositando la vista sobre la arena.

Con el arma, uno de los soldados me obligó a ponerme de pie y entonces, vi que en realidad me hallaba en una oscura habitación. La reconocí inmediatamente, porque por la puerta entraba don Rafael riéndose a carcajadas y preguntando por sus niñas.

  • ¿Descansaron mis nenas? – una pregunta clásica con la que confirmaba el efecto que había tenido la droga sobre nuestros cuerpos y que cada noche nos hacía consumir.

Enmudecí.

– ¡Dios mío! Nunca más me encontraré con Marco! – “gritaba desesperada” en mi interior.

Anti-trujillista, todavía permanece preso en La Ozama y yo aquí, aun en manos de Trujillo- pensaba desesperanzada en 1958.

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