«Ya no resbalaré más en el barro » era su pensamiento mientras terminaba de limpiar las botas. Las abandonaría allí, en aquel rancho, junto al reducido equipaje. Sentada en la hamaca, la que había sido su cama durante días, pensaba en la despedida. La rodeaban los cuatro niños. Metió sus dedos entre el calado de nailon y comenzó a juguetear en silencio. La niña más pequeña miraba con una sonrisa traviesa, estaba feliz; su madre le había puesto su único vestido, uno inmaculado con volantes en la falda; también la había calzado. Su hermana, más tímida, se escondía en un gran moño rojo. Era día de fiesta. Solo los dos niños seguían descalzos. El mayor sin camiseta, con su amuleto de cuerno colgándole al cuello; acostumbrado a sentir la lluvia en el pecho y las raíces bajo los pies.
En un par de horas ella cruzaría la frontera. No volvería a verlos. Había obsequiado una ofrenda al destino y se dejó llevar por él, como lo hacen las luciérnagas en la noche oscura de la estación húmeda tropical.
Meri tenía un espíritu joven, chispeante, igual que una botella de cerveza después de caer boca abajo y estaba a punto de abrirse. Sobrada de ilusión por una vida en solitario, andaba colocando un pie delante del otro; uno inconsciente y el otro deliberado. Entre paso y paso, se paraba en equilibrio como una trapecista ciega en el alambre; tanteaba en el aire razones que dieran fuerza a sus convicciones. Llevaba consigo un saco invisible, rebosante de dudas, que si hubieran sido de metal, la hubieran retenido sin vacilar en el puesto de control de la aduana. Cuando salió de España aun sentía la presión de los años de estudiante y la tensión frustrada de lo que había sido su primer trabajo.
Siempre le sedujo adentrarse en lo desconocido y este pequeño país centroamericano era ideal. Un lugar lejano donde pudiera deshacerse del apego y la decepción. Le daría un sentido nuevo a su vida, a ese germen de trotamundos que creía ser.
Había llovido fuerte y hacía un calor insoportable. Sus rizos nerviosos tiraban de goterones y la ropa se le soldada a la piel. La falda larga estampada y una mochila con arnés hundían a Meri en el lodazal de aquel anochecer. Las botas de montaña se pegaban a sus tobillos; llenas de barro pesaban como si arrastrase dos peanas de cemento.
Un vehículo paró. Miguel se presentó. En silencio cogió la mochila y la subió a la camioneta. Tenía el rostro atezado, ojos oscuros; un bigote poblado hacía destacar su nariz aguileña. Al subir al vehículo Meri vio el lateral agujereado, parecía un colador. Subió y cerró la puerta. La camioneta arrancó.
Meri con la mente amarrada, por si se le iba a otra parte, no paró de hablar de la lluvia; en cambio, Miguel solo dejaba salir de vez en cuando dos palabras, tres a lo sumo, con una voz amable al oído, de compás lento, paciente y un final susurrante. Una educada parsimonia envuelta en un olor a patata de tierra recién arrancada. Sus gruesas manos empuñaban el volante con la intención de esquivar las rocas. A pesar de la noche cerrada, ella no quitaba la vista del camino. El miedo se apoderó de aquella extraña. A miles de kilómetros de distancia su único abrazo lo daba a un garrafón de agua potable.
—El único bosque que queda —dijo Miguel sin mirarla.
Meri se quedó callada. Solo era un puñado de árboles.
—Es el legado para mis chiquitos —le miró un instante —. Unas ceibas, algunos palos del pan y un torrente quebrado de agua donde crecen maicillo y jocotes en la orilla. Ahora ellos juegan allí, sabe— añadió sonriendo—. De mayores todo eso será su sustento. Sembrarán caña, plantaran yuca y mango. No se dejarán achicar.
Su vocabulario dictaba bastante de lo que era su apariencia: una blusa medio abrochar, coja de un lado y un pantalón arremangado.
—Meri, sabe usted, me preparo para ser un buen líder. Mi facilitadora dijo que tendré un graduado pronto —manifestaba, mientras ella permanecía callada, rindiéndose al asombro— de este modo, yo podré alfabetizar mi comunidad. No piense usted que soy abusivo. Yo no quiero ahuevarme, hay que aprender, pensar. —Paró la camioneta y se quedó mirando hacia delante.
El silencio se hizo entre ambos. Meri acompasó el corazón a la cadencia de la noche: Huic-huic, clá-clá-,clá, chiris- chiris. Al agua se le oía lamer las orillas como ese comer del anciano, con la boca arrugada.
—Lo hago, sabe usted, porque yo aprendo —prosiguió Miguel— cuando todo es oscuro, quedo solo con la noche, la luz de la candela y… ellas —señalando con su cabeza a un lado y a otro.
Meri seguía agarrada como una garrapata. Brazos y piernas repartidos entre la garrafa y el esqueleto del asiento. De pronto aparecieron. Pequeños ojillos brillantes comenzaron a guiñarles; parpadeaban, como si bailaran entre las pocas gotas de lluvia que caían. Los rodearon. Brillantes entre unos árboles calvos; palos largos y escuálidos con raíces zambas.
—Ellas también han podido sobrevivir… —murmuró y se quedó callado.
Cuatro años hacía desde el final de la guerra civil. Una lucha de doce años. Andaban activas las comisiones de la verdad investigando el genocidio de guerrilleros. En la ciudad había toques de queda. Muchos de los guerrilleros se pudieron esconder en aquel bosque; también pudo ser lugar de fusilamiento. De nuevo el miedo.
—Vea, hay que agarrarse a la vida, al bosquecito; que él nos guarde y nos cuide y nos aparte de todo mal y peligro. No hay que malgastar su savia, un saber de miles de años. El sol siempre brilla aquí, aunque se esconda al otro lado del monte.
Miguel calló; arrancó el vehículo y siguieron adelante.
El traqueteo de la camioneta ya no era tan fuerte. Meri se centró en las luciérnagas y sus diálogos fosforescentes. En ese instante, empezó a brillar dentro de ella una tenue luz: la confianza.
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