Sus ojos irritados se mantenían fijos ante el papel en blanco que hacía más de dos horas descansaba sobre la mesa sin que, hasta el momento, hubiera garabateado una sola letra. No quería dispersarse en otros pensamientos que no fuera la relación de artículos que necesitaba para disfrutar de unas merecidas vacaciones, por supuesto, sin inconvenientes ni sobresaltos. Era un hombre metódico y reflexivo. Hasta aquel momento no le pareció desatinado lo que ahora le resultaba un error garrafal, “no tenía planificado de antemano el lugar al que deseaba viajar”. Y ahora se debatía entre…

¿Mar? Le gustaba nadar, hacer submarinismo, pescar, navegar, estirarse sobre la arena de una playa y broncear su cuerpo, pero aquello comportaba tener que acarrear un complejo equipaje.

¿Montaña? Siempre pensó que el aire de la montaña era beneficioso para la salud, podría hacer un desplazamiento en bicicleta por algún circuito, pero eso le obligaría a tener que ir en grupo y se conocía bien, no aguantaría el ritmo que sus compañeros le impusieran, además tendría que estudiar detenidamente el recorrido. No, no tenía tiempo suficiente para ello.

¿Ciudad? No era una mala opción, le gustaba visitar los museos, los edificios emblemáticos, perderse entre la gente por las calles de barrios con historia, pero claro, era como quedarse en casa, ya vivía en una gran ciudad y aunque no conocía demasiadas metrópolis importantes, sería absurdo pasar unas vacaciones pisando asfalto.

Estaba aturdido y no encontraba una solución a su problema. Había leído una infinidad de catálogos vacacionales con múltiples destinos y ahora que debía empezar a programar su gran viaje, las dudas le asaltaban continuamente. Desorientado por tanto galimatías, resopló abatido y soltó el bolígrafo, mordisqueado, dejándolo abandonado y desprovisto del calor de su mano. Se levantó del sillón y salió del despacho dejando sobre la mesa un inmaculado folio.

Debía reflexionar, tomar una decisión ante aquel dilema, cuya disyuntiva, requería un gran esfuerzo intelectual. Se lo había repetido muchísimas veces, “no quería arrepentirse por haber tomado una mala decisión”. Recapacitaría un poco más.

Cuando salió de casa en dirección al jardín cercano a su hogar llevaba una idea concreta, un cometido fijo; determinar el lugar al que viajaría. Sabía que en el parque podría meditar y lograría despejar aquella terrible incógnita. “¿Cómo iba a saber que debía llevar, si ni siquiera sabía cuál sería el destino?” Entre las flores siempre encontraba paz y precisamente en ese momento lo que más necesitaba era sosiego.

Deambuló por los caminos del parque. El mes de mayo siempre le cautivaba con el estallido de múltiples capullos floreciendo por todos los rincones de la ciudad, los aromas de las flores, la calidez del sol, la suave brisa. Finalmente se sentó en su banco. El viejo roble, que lo custodiaba, agitó las ramas y le dio la bienvenida. Él se recolocó en el respaldo y dirigió su mirada hacia el firmamento. Desde la copa del árbol unos refulgentes rayos bañaron su rostro. Cerró los ojos y dejó que el tibio sol le acariciara.

Con una pequeña mochila a la espalda, aceleró la carrera e improvisó un último sprint. Jadeante llegó a la terminal, una algarabía, desconocida para él, llenaba el recinto. Pequeños grupos de viajeros se agrupaban alrededor de sus maletas, observó con detenimiento aquellos rostros satisfechos. Gentes de todas las edades se habían congregado allí con un solo objetivo; hacer un viaje. Él, que en un principio se sorprendió, sonrió cuando se dio cuenta de su torpeza, “pues claro, todos tenemos el mismo capricho”. Se mezcló con la multitud y se colocó al final de una larga fila.

La gran serpiente fue reduciendo su longitud. Como el lento vaciado, en goteo, de un depósito se fue desocupando la terminal. Miró a su alrededor, “¿Cuánto tiempo llevaba en la cola?” No lo pudo precisar, pero ya era su turno.

Daban las doce en el reloj de la iglesia. Mientras ascendía al autocar, buscó con la mirada un lugar libre, localizó una butaca junto a la ventana. Antes de tomar asiento, sus pies notaron la vibración y un retumbante zumbido se coló por sus orejas cuando el motor del vehículo se puso en marcha.

Se acomodó en el asiento, el roce de las ruedas del vehículo contra el asfalto de la carretera le proporcionaron una agradable excitación. Era una situación desconocida “no la había previsto”, no le desagradaba, aunque era “algo espontáneo”, no le importó y se dejó llevar por la placidez y disfrutó del momento.

El tiempo transcurría lentamente. Su ojos, por primera vez en su vida, absorbían con ansiedad el paisaje; una azulada cordillera se desplegaba a su derecha, más cerca, los verdes campos se mostraban lánguidos como un inmenso mar en calma, entre los pastos, provocativos conjuntos de flores rompían el monocromo paisaje, el cielo era de un azul intenso con níveas pinceladas de livianas nubecillas, algunas aves surcaban el firmamento sesgando el horizonte, el sol brillaba intensamente sobre la tierra.

Era atrayente estar despreocupado, le pareció interesante que el simple traqueteo de viajar sobre ruedas le resultara seductor y le proporcionara tal sensación. Había tomado una buena determinación. Dejarse llevar por el impulso y enfrentarse sin programaciones a una aventura.

Bajo el viejo roble, había dejado volar su imaginación, se había desprovisto de perjuicios, de desventajas y concluyó en su meditación que sencillamente debía vivir. Sí, vivir con intensidad fuera cual fuera el momento.

Sin lastre, sin programación, se echó a la carretera.

©2019 María Teresa Marlasca

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