A la mitad del viaje de nuestra vida

A la mitad del viaje de nuestra vida

Byron Encinas

17/06/2019

«A la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto» decía el primer canto del infierno en la obra de Dante Alighieri y aún después de haberlo leído docenas de veces, jamás pensé que me fuera a ver en la misma situación. En condiciones distintas.

El sol se ocultó y la noche me cubrió en su manto de estrellas, cubierto con sus figuras tan peculiares. No temía perderme en la carretera pues ya había recorrido ese paraje en otro tiempo, con otra mentalidad. Tendría yo la edad de un crio, justo antes de averiguar las farsas detrás del Ratón Pérez o Santa Claus; juraba que las sirenas eran una tontería y a la vez en las noches rezaba por mi familia y su bienestar. ¡Vaya si era un crio!

No pasaban automóviles y cada vez era más difícil observar en la oscuridad. Mi camino parecía interminable y mi imaginación volaba entre las estrellas. Pensaba sobre las nebulosas en el espacio, sobre las danzas que realizaban los planetas mientras orbitaban unos con otros de lado a lado en la distancia… Esa distancia que separaba a la Luna de mí y que me permitía observar la belleza de su luz cada ciclo. La gravedad se empezó a sentir débil y mis ojos miraban el espacio. La enorme y vasta cantidad de estrellas me suspendía en un mar de gases. La falta de un soporte al no estar sujetándome de nada, en el aire levitando, me sacudió y sacó de mí el pánico acumulado de experiencias pasadas.

Estacioné el auto y armé la tienda para descansar. Después de todo, había hecho un largo viaje.

Desperté, para continuar el poco camino que me quedaba por delante. La sensación de estar cerca de casa recorrió mi cuerpo y la cobardía trató de influir en él.

A las pocas horas, había llegado. Mi hogar. Un poblado redondo con muchos árboles salvajes atravesando las calles. No era extraño encontrar heces de cuadrúpedos en cualquier esquina a la que se observara con atención. Le llamaban «Labuenavida», dado que resultaba difícil pronunciar el nombre oficial que estaba escrito en una lengua muerta, tan antigua como el mismo pueblo. Nadie en todo el pueblo conocía aquella palabra, y la mayoría ni siquiera sabía el origen del nombre del pueblo. Entre ellos, yo, a pesar de haber insistido y preguntado repetidas veces a la edad de diez años.

La entrada se veía descuidada. Con la cubierta desprendiéndose de los pilares y sin un letrero de bienvenida visible. Se recibía la impresión de que no esperaban, ni querían visitas de extranjeros. Y a esa falta de mantenimiento le seguía la sensación de repudio a los citadinos.

Rodeé la plaza para poder observar los campos de trigo que recordaba de mi infancia. Hectáreas de campo abierto, grupos de niños persiguiéndose unos a otros en la hermosa danza de «las traes». Niños siendo niños, que esperaban crecer a pena de la horrible verdad que les esperaba. Conocía el rumbo que tomó la vida de cada uno de ellos, después de tantos años, es difícil no sentir curiosidad por el destino de tus vecinos. Y a ninguno le había ido bien.

Los campos eran iguales, no habían cambiado. Reflejaban el sol de la misma manera que como recordaba, el viento seguía generando ondas sobre el campo. Por desgracia, la población de mosquitos tampoco había cambiado. Uno de los detalles menos placenteros de la vida rural.

Al medio día, descansé del viaje en una habitación de hotel. Huyendo del sol intenso.

Dormí hasta que el sol se ocultó y el calor había sido reemplazado por un frío que helaba hasta los huesos, y hacía tronar las articulaciones en cada movimiento, por leve que éste fuera.

El lugar estaba débilmente electrificado; la luz más intensa era la que provenía de la planta hidroeléctrica, e incluso esa brillaba menos que un alumbrado público en la ciudad. El cielo podía resplandecer ante la poca iluminación del pueblo, dejando cada una de los billones de millones de estrellas ser vistas. Otra vez, la oscuridad se apoderó de la ciudad, y yo empezaba a entrar en pánico. La noche me aterraba. Sin embargo, para el momento del último rayo de sol, empezaban a salir las familias de sus casas. Me atrajo la curiosidad, pues era difícil ignorar los enormes grupos de personas que salían a la calle. Intentando fijar mi vista solamente en áreas iluminadas, ignorando el cielo, me coloqué en la situación de los pequeños niños que corrían y charlaban a carcajadas. Pude empatizar con ellos y reía al verlos jugar, y sin importar la distancia, podía escuchar sus risas. Había envejecido, mentalmente al menos. Ya no veía sus movimientos como acciones que pudiera realizar en mi condición, ni veía su felicidad como algo que pudiera imitar. Compadecía su destino de acabar como yo, privado de toda inocencia.

Tengo que aclarar, perder la inocencia no tenía que ser malo, pero era fácil ignorar sus ventajas. Tampoco se perdía por completo, pequeños detalles eran igualmente disfrutables siendo mayor; los dulces, un abrazo, e incluso las películas y caricaturas. Lo que, hasta el día de hoy, en ocasiones me mantiene viviendo como un niño en el cuerpo de un hombre, son mis miedos irracionales. Las alturas, calvicie y mi miedo favorito, el cielo nocturno.

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