Recuerdo aquellos viajes de mi infancia en que nos preparábamos con mucha antelación. Las comunicaciones eran escasas, por lo que había que recurrir al correo postal para anunciar nuestra llegada a la casa de los tíos. Mi madre comenzaba a recorrer las tiendas y a la emoción del paseo se sumaba la de estrenar ropa y zapatos. A partir de entonces, las conversaciones eran monotemáticas. Llegado el momento de la partida, nos levantamos cuando todavía estaba oscuro, y dos gallos en contrapunto empezaron su concierto mañanero. El silencio era sobrecogedor y hablábamos despacio para no despertar a los vecinos. Nuestros pasos resonaron luego con vehemencia en la vereda. Cada uno llevaba un bulto a cuestas, en proporción a su fuerza y tamaño. De vez en cuando mi madre hacía preguntas puntales a mi padre: ¿le pusiste bastante agua al perro?; ¿cerraste bien el gallinero?; ¿te aseguraste de echarle tranca a la puerta del fondo?
Una vez en la estación, la gente hablaba a viva voz y tenía una actitud semejante a la que podía percibirse a cualquier hora del día, hasta que alguien gritó: ¡el tren!.. ¡el tren! Entonces nos tomaron a mi hermana y a mí fuertemente de las manos, como si existiera peligro inminente de rapto. Caminamos hacia el andén sintiendo el temblor del piso al acercarse el gigantesco monstruo echando humo y haciendo sonar su bocina ensordecedora. Ascendimos en búsqueda de algún asiento cómodo donde pudiéramos estar los cuatro. Por supuesto que las ventanillas eran exclusividad de los niños. La mole empezó lentamente a desplazarse tocando bocina nuevamente, con un estrépito de hierros y torpes cimbronazos, hasta alcanzar un ritmo regular, en el que los chirridos iniciales se transformaron en una pegadiza música. El campo brillaba con los primeros rayos de sol y los infinitos verdes se alternaban con el liláceo de los sembrados de lino y el amarillo de los girasoles. Los árboles, ríos y arroyos daban al paisaje los toques necesarios para transformar la creación de Dios en una enorme obra de arte. El espectáculo se interrumpía cada vez que el tren llegaba a una estación y los viajeros bajaban o subían y la rutina de ruidos y sacudidas volvía a repetirse. De tanto en tanto un vendedor se hacía presente vociferando productos comestibles; pero nosotros sólo le comprábamos gaseosas; bebidas a las que únicamente podíamos acceder en acontecimientos como ese, ya que en casa no formaban parte habitual de nuestra mesa; y menos con sorbete. La pequeña botella de líquido oscuro y formas redondeadas era como una joya en nuestras manos. Pero la comida, sana, casera y sustanciosa la proveía mamá, que para eso había trabajado incansablemente el día anterior, cocinado distintos manjares, que ahora desplegaba orgullosa sobre el asiento, para hacer más amenas y cortas las cuatro horas de viaje. Llegando a la terminal de Retiro, el tren no se detenía en las estaciones próximas a la capital; y adquiría mayor velocidad. Empezaban a verse los edificios de varias plantas y el gran tránsito en las calles; también aumentaba la cantidad de transeúntes por todas partes; y en el vértigo de imágenes no dábamos abasto para ver todo lo que el paisaje urbano nos ofrecía de novedoso. De pronto el tren disminuía su velocidad y comenzaban las maniobras de arribo a la gran estación terminal. Al bajar, una marea humana nos arrastraba. Todo era ruido y confusión. Mi padre se acercaba a un puesto de diarios para hacer algunas preguntas, hasta que finalmente subíamos a otro tren que nos llevaría a la ciudad de San Martín, en el conurbano bonaerense.
El recibimiento en casa de mis tíos estaba lleno de risas, abrazos y comentarios. Todo olía a limpio. En el patio cantaban los canarios y una cotorra gritaba alterada al notar tanto revuelo. Recorrimos las habitaciones dejando nuestras cosas y fuimos agasajados con gaseosa, pero esta vez se trataba de una botella muy grande, acompañada de unos exquisitos sándwiches que mi hermana y yo comimos como si hiciera dos días que no probábamos bocado. A partir de entonces, la tía Juanita no pararía de ofrecernos cosas; y los mayores tendrían siempre después de las comidas, su café y una copita de licor, con un plus de chocolates y bombones.Por mucho tiempo no conocí ningún lugar turístico. Ignoré lo que podía sentirse frente al mar o la montaña, ni lo que significaba hospedarme en un hotel; pero no lo necesitaba. Cada dos años aproximadamente, la vida me regalaba la aventura de otro viaje en tren a Buenos Aires, para visitar a mis tíos durante cuarenta y ocho o setenta y dos horas; y con eso me bastaba.
Años después, cuando estuve en condiciones de hacerlo, pretendí retribuirles a mis padres aquellos regalos de la infancia, y viajamos en confortable ómnibus hacia el mar, hospedándonos en hotel de cuatro estrellas.Las vivencias cambian con el correr del tiempo. Quizá no sean ni mejores ni peores; y hasta aún si sabemos apreciar el encanto de las pequeñas cosas, encontraremos en cada acontecimiento un motivo de plena satisfacción y deleite. Pero es indudable, que la magia de la niñez no vuelve a repetirse. Afortunadamente, los recuerdos guardados en la memoria, de tanto en tanto reaparecen con bríos renovados para regalarnos una imagen, un aroma o un sabor, que con el tiempo se convierten en valiosísimo tesoro.
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