Oscuro día de lluvia

Oscuro día de lluvia

Reinhardt Magnus

12/06/2019

Caminando por la calle Estrada, se elevaba sobre mi, la lúgubre imagen de un atardecer sombrío en presencia de los mayores estruendos y relámpagos, de pronto ante mis ojos, las gotas empezaron a resbalar en mi pupila, luego de inclinar la cabeza para alzar la vista en dirección al cielo. Ese día los transeúntes apuraban el paso con sus sombrillas, otros trotaban para evitar el chapuzón que suponían con su riego característico, el baño de agua, en cascadas desprendidas por si andaba algún automóvil. Las miradas eran tristes, quizás por un día de trabajo agotador.

No había tiempo para los caminantes, como si una fuerza inconsciente impidiese que vieran semejante escenario frío, solitario, necesario y reconfortante. Al verme allí, yo si podía disfrutarlo, sin empleo, ese día de lluvia, me venía como una bendición. La ropa toda empapada no me disgustaba, era dichoso de sentirme uno con la naturaleza esa tarde. Habiendo empezado a caminar, lograba sentir el viento gélido rozando mi ser, y enfurecido el aire vespertino se condensaba haciéndome retroceder con mucha fuerza, mis ligeros pies dieron vuelta ante aquella brisa, y prefiriendo sentirla para impulsarme la seguí hasta donde culminase.

La calle era una aventura, el aroma a cochino frito, unido al producido por las ventas del maíz con mantequilla y queso, no podían darme mas regalo que presenciarlo. Saqué mi cartera del saco, poseía unos billetes, y con ellos pedí una pieza de cerdo. El vendedor, me entrego una bolsa, en la que estaba envuelta en hoja reciclable aquel apetitoso manjar, este en pocos minutos lo probé. Fue en la calle Estrada, donde el atardecer no podía divisarse, solo las lagrimas del cielo interrumpían con las nubes oscuras el paisaje. Sin estar acostumbrado a divagar, mi mente seguía la aventura de aquella imprevista salida. Que se grabaría para siempre en mi memoria. No tenía nada de especial la triste puesta de sol, la libertad de viajar sin mayores responsabilidades durante horas conmigo mismo, era a simple vista, la mas hermosa experiencia de ese día tan milagroso.

Ningún solitario contemplaba con disfrute, el goce de mis horas de ensueño, aferrado a sentarme mirando los manantiales de agua discurridos hasta desaparecer en las alcantarillas. Solo necesitaba un sorbo de café o de chocolate caliente, para darle una perfección a semejante obra divina, porque ningún otro paisaje podía causarme tanta emoción. El frío de la tarde me abrazaba como una amante que me cortejaba a tenerla. Por tanto sin dar mas vueltas observaba el tiempo mientras empezaba a despejar y las ultimas gotas tocaban el techado de un kiosco de periódicos que entonces estaba cerrado.

Solo quedaba el frío, la tierra había adquirido una singular frescura, yo estaría encantado si el clima residual del lugar estuviera inmerso entre algún bosque. Me levante con mis pantalones helados y húmedos, del escalón donde reposaba, colocándome de nuevo el saco, que yacía en el suelo hace un instante. Y proseguí con mi destino, era la hora de volver a casa, a reposar el alimento con el deleite de poder aun saborearlo. Un viaje muy existencial, para un solitario que se regocija en si mismo.

Atravesando la calle Estrada hacia la avenida, en una de las aceras, pude vigilar a dos niños con botas y sobretodo de hule jugando en los charcos, mientras sus padres le retenían con palabras, para que no fueran a enfermarse, parece mentira que cosas tan sencillas generan tanta felicidad, y que los lugares mas tristes y fríos pudieran darme gratas sensaciones de satisfacción, pues igual que los niños, me sentía bien, así fuera que mis semejantes sintieran desmoronarse por temor a pescar una neumonía, mi cuerpo sentía como tierra árida, obteniendo el elixir de la vida con la lluvia que había cubierto todo mi cuerpo, exhalando el estrés y los vapores, llevándoselo por el cause que a su paso escribiera en el pavimento. El tráfico extenuante no era visible, y me alegraba desde mi profundo corazón, los sonidos graves de las bocinas, eran inexistentes a esa hora, exactamente a las 7:00 pm, unas que otras motos maniobraban el suelo resbaloso, sin hacer bullicio en su proceder.

¡Que noche tan magnifica! Las ranas empezaron su velada orquestal, y el croar le daba una imagen más intima a la misma. Yo metí mis manos en los bolsillos del saco mientras la acera solitaria y oscura, iba ganando algo de brillo en uno de los faroles que, impulsado a no desfallecer encendía y disminuía su luminiscencia.

Todo era maravilloso, cerca estaba el edificio donde me apartaba de aquellos instantes, abrí la puerta de mi departamento, seque mis zapatos, me quite el saco, la llave quedo empañada en mi bolsillo, con un pañito las seque de la mugre para evitar que se me oxidará, y sin más me quite la ropa y fui a ducharme, de mi mente no lograba eliminar ese día triunfal. Me sequé, y me vestí. Calenté en el hornillo un café, que me esperaba desde que le había preparado antes de salir. Apagué la estufa, disfrute de mi cafecito recalentado, abrí la ventana tropezándome de nuevo con mi amiga la brisa, adiviné que eran como las 8:00 pm, en unas horas ya debía irme a la cama, no sabía que hacer para generar tiempo.

Pensé mucho, era lo único que siempre me venía bien, no quería encender el infernal aparato imbécil que con su cara de vidrio podía tentarme a ver su estúpida programación degradante de la esencia humana, y detractor del espíritu. Se me ocurrió la brillante idea y saqué un hermoso invento con cara rectangular, allí ante el lomo plateado le alce de la mesita donde abundan las revistas culinarias, extrayéndole con especial amor, y así me senté en el sofá de la casa, para nuevamente viajar, al centro de la tierra con el libro de Julio Verne que reposaba sobre mis piernas. ¡Oh que día tan espléndido! Cultura solemne traída por los tiempos, afortunada noche de gala donde cada escena y personajes eran cerradas leyendo.

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