—Kut-kudaj, kut-kudaj —repetía Sergey Petrov frente a la casa de rejas azules en la calle indicada del pequeño pueblo mexicano, cercano a Coyoacán, el 19 de agosto de 1940. La contraseña pactada para que le abrieran la puerta era imitar a una gallina; entregaría la nota con información confidencial y regresaría inmediatamente, en su motocicleta, al sitio acordado en la frontera mexicana, donde lo esperaban para retornar a Rusia.
Insistió varias veces pero la puerta no se abrió. Se preguntó, con nerviosismo, qué es lo que estaba pasando. Debía entregar su recado, la coordinación de todas las acciones dependía de respetar los tiempos. Esto tiene que ser rápido, pensó, está preparado desde hace semanas, nada puede fallar. El espía apenas hablaba español y se le ocurrió que, tal vez, había entendido mal y se trataba de un gallo. Nuevamente pasó frente a la puerta.
—Kukareku, kukareku—sin embargo, tampoco se abrió. Su corazón se aceleró, no era posible, qué es lo que estaba fallando, se preguntó, si todo el mundo sabe que una gallina cacarea “kut-kudaj, kut-kudaj”. De repente, sobrevino la angustia: ¿acaso no suena así una gallina en este pueblo? Sergey se resistía a creer que una operación planeada por los mejores cerebros de Rusia se viera arriesgada por un error de esa clase.
Estaba preparado para cualquier imprevisto, debía hallar, urgente, otro modo. Lo primero en lo que pensó fue en un traductor ruso-español, pero resultaba altamente peligroso, quién otro más que un espía sabría hablar ruso en ese pueblo mexicano. Tampoco podía usar el teléfono, estaban intervenidos; eso significaría el final de la operación. No podía arruinarlo, podía perder su vida, pero no fracasar.
Se detuvo a pensar un momento. Salió corriendo a la biblioteca del pueblo. Buscó en diccionarios y enciclopedias universales, pero no encontró lo esperado. Consideró que con las pocas palabras que sabía en español debería ser capaz de darse a entender con el bibliotecario. Necesitaba saber la onomatopeya de una gallina en ese pueblo mexicano. Sergey preguntó:—…¿cómo gallina digo?…—esperó que le contestase y lo intentó otra vez— perro “gav, gav”, pato, “ga, ga, ga”, gallina…Sergey abrió los ojos, hizo un gesto con la mano, invitando al otro a decirlo, pero no funcionó. Valoró el generoso y paciente intento del poblador por tratar de entenderlo, sin embargo, no tenía más tiempo, debía pensar otra forma.
Sergey se dirigió directo a un gallinero, tal vez los lugareños le indicasen cómo se imita una gallina. Encontró un grupo de mujeres que estaban trabajando. El espía señaló las gallinas y dijo: “kut-kudaj, kut-kudaj”, agitó los brazos doblados como alas, pero no logró que las mujeres parasen de reírse, una de ellas se acercó y le dio unos huevos, entendió que era un extranjero que tenía hambre.
El tiempo se agotaba, debía mantener su pensamiento frío. Se le ocurrió un experimento contrafáctico, haría el sonido de un perro “gav, gav, gav”, señalando las gallinas, entonces, las mujeres lo escucharían y lo corregirían con el sonido adecuado. Pero no funcionó, solamente provocó risas. Sergey sintió que estaba fuera de eje, a quién se le ocurriría que así ladran los perros de ese pueblo, si no coincide la gallina, probablemente, tampoco el perro…¡Oh, por todos los cielos!, pensó, tengo apenas una hora para salir de aquí, y la nota debe llegar para que la misión tenga posibilidades de éxito.
Se detuvo a observar a las gallinas. Se le ocurrió captar el sentido esencial de esos animales, se propuso escuchar con su propio oído cómo suena una gallina mexicana. Es algo así como “clou, clou, clou”, tradujo Sergey. Corrió a la puerta indicada y lo volvió a intentar, pero la puerta no se abrió. Saussure relativizó demasiado la arbitrariedad de las onomatopeyas, tal vez debería haber radicalizado su apuesta: no tenemos acceso a ningún sonido natural.
Desesperado empezó a probar: “cliriquicó”,“cuqui, cuqui”,“piiuf, piiuf, piiuf”,“baaap, baaap”… la combinación de una serie numérica de una caja fuerte resultaría más fácil de calcular que todas las posibilidades de combinación de sonidos, no lo lograría ni en siglos, además, se permitió una humorada en medio de los nervios, corría el riesgo de no saber cuántas de esas combinaciones sonarían a insultos en ese lugar.
Su fuerte formación en lógica deductiva le había llevado a suponer una gallina en cualquier coordenada témporo-espacial, sin embargo, qué poco le servía para desentrañar la singularidad del cacareo de gallina de ese lugar.
En la desesperación, tuvo otra idea. Tomaría una gallina, se pararía ante la puerta y señalaría la cosa con el dedo. Ellos observarían por la mirilla secreta, desde algún lugar de la casa, y entenderían. Lo hizo, pero la puerta no se abrió. Sergey sabía que tenían estrictas órdenes de abrir solamente ante la contraseña indicada, por nada del mundo con cualquier otra cosa.
No bastó con hacer ostensible a la gallina, pensó Sergey, tengo que hacer cantar a la gallina. Impaciente, la tomó con fuerza del cuello, ¡canta, gallina inmunda, canta! vamos, que nadie te va a imitar mejor que tú misma. La gallina batió sus alas desesperadamente levantando una mezcla asquerosa de plumas y polvo.
Los miembros de la organización no abrieron. Sergey sintió que no podía arruinar la misión, la vida de Lyev Davídovich Bronshteyn, al que él nunca llamó Trotski, estaba siendo amenazada. Habían descubierto al menos uno de los intentos y su tarea histórica era desbaratarlo.
Se subió a su motocicleta, intentaría llegar a Coyoacán y entregar directamente la nota. No conocía el destino con certeza aunque contaba con algunos datos que podrían ayudarlo. Al no llegar a la frontera sus cómplices se irían, pero vería luego cómo se las ingeniaba para regresar a Rusia. Frente a la puerta, Sergey vociferó:
—Khorosho ya ukhozhu (Хорошо я ухожу) — que en español significa “¡Bien, me voy!”.
La puerta se abrió.
“Khorosho, khorosho, khorosho” chillan las gallinas del pueblo.
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