La Esquina de Amador

La Esquina de Amador

Nafcca

29/08/2019

De loco, Amador no tenía nada.

Lo conocí como se conoce el banco de una plaza, una parada de bus, o una esquina cualquiera. Lo conocí, porque era parte del mobiliario urbano de mi ciudad, era un cuadro viviente, ambulante, que se contemplaba en el museo callejero de Mérida.

Tenía los ojos achinados, como hinchados, y su nariz era un tubérculo rojizo-pardo que protuberaba en su cara, enrojecida por el alcohol y ennegrecida por el sol y la mugre. Pero, a diferencia de las ciudades modernas, donde la gente a todo le hace asco y lo raro lo ve de soslayo y se aleja; en mi ciudad lo raro era lo común y todo lo feo siempre era contemplado sin prejuicios y se buscaba en ello un signo de belleza, una cualidad que lo diferenciara, así que en Mérida no había nada feo, ni sucio, ni desdeñable, todo era lo que era y como tal era querido.

Lo conocí una tarde calurosa, esperando el bus en la parada universitaria, acompañada por la fauna local de estudiantes y hippies de costumbre. Amador solía estar muchas horas en esa parada, muchas noches dormía en ella, por su techo que daba buena sombra y le cubría de la lluvia, o por el recoveco bajo el asiento de cemento, perfecto para que durmieran sus más de cinco perros.

Si te tocaba libre el asiento de al lado, como fue mi caso aquel día, podías enterarte de las noticias locales sin necesidad de radio, o adquirir nuevas visiones de la política y la economía nacional sin tener que ver un debate televisivo, o aprender algo de Filosofía, sin leer a Cioran, Schopenhauer o Kant. Amador era una enciclopedia ambulante y un crítico de los mejores y más directos que se pudiera conocer. Se hacía sus monólogos (O diálogos internos) con una coherencia pasmosa y con unos razonamientos a los que los estudiantes no aspirábamos alcanzar.

Después de aquel episodio en el que me enteré de los entresijos políticos actuales por lo que Amador hablaba en aquella parada, le pregunté a las personas que conocía que quién era aquel hombre y cómo había llegado a ese estado con lo inteligente que parecía ser. Nadie sabía su historia real, aunque todos lo conocían; y de todos los cuentos que me echaron, decidí quedarme con uno, que fue el que más me gustó. Alguien me dijo que Amador era de origen chino, y que se había venido a Venezuela con una de esas grandes empresas internacionales que se traen todo el equipo de altos mandos. No hablaba español, así que tuvo que estudiarlo y, gracias a lo inteligente que era, lo aprendió con gran rapidez y le gustó tanto ese rico idioma que comenzó a devorar libros como loco, hasta que se topó con uno que lo sumergió en una terrible contradicción existencial, la Biblia. Entonces, mientras me lo contaban, pregunté: -¿Y es que no hay Biblias en chino?, a lo que me respondió mi amigo: -Pues al parecer, no.

En definitiva, Amador se había vuelto loco leyendo la Biblia, porque supuestamente había conseguido la respuesta a todas las cosas: A la existencia, a la creación, a su persona, a los otros, a Dios. Por eso era tan erudito, por eso la gente se sentaba a su lado a escucharle, como si fuera un profeta, un maestro, y no un vagabundo. Porque Amador no mendigaba, era un vagabundo. Tenía un plato caliente todos los días en el comedor social, la gente reunía ropa para él y el gobierno le había donado una habitación pequeña en un albergue para que no viviera en la calle, pero él seguía en la calle, tal vez porque no le gustara dejar a sus perros fuera de aquella habitación.

Por muchos años me creí la historia, porque en mi ciudad lo mágico se confundía constantemente con lo real y, como a todos les pasaba lo mismo, terminabas viviendo un poco en la fantasía. Cinco años antes de venirme a Europa, en 1998, Amador murió. Casi toda la ciudad acudió a su entierro, que fue pagado por la Alcaldía con los honores que recibían los ilustres ciudadanos; lo enterraron en el antiguo cementerio del Espejo, allí donde yacían los antepasados más honorables. Era tan pequeño el cementerio que la gente no podía entrar, tampoco cabían las flores. Dicen que sus perros durmieron junto a la tumba siete días y seis noches y que la gente se organizó para alimentarlos mientras pasaban su luto y luego se los repartieron para darles un hogar.

En el 2009 viajé a Venezuela, donde pasé un año. En ese tiempo recorrí los lugares que tanto había amado, pues suponía que pasaría mucho más tiempo sin regresar, me despedí de mis recuerdos. Llegué a la esquina de la parada, la que todos llamaban «La esquina de Amador», y cuál fue mi sorpresa, al verlo inscrito en una placa, dándole un nuevo nombre a la calle; cuando levanté la vista para contemplar la vidriera inmensa de colores que adornaba un edificio moderno de grandes dimensiones, me encontré con su rostro sonriente en el policromado: «Centro Comercial Don Amador». Se me saltaron las lágrimas, ¿También el dueño del edificio tenía nostalgia de aquel personaje?

Años más tarde, decidí conocer su verdad y, un poco a regañadientes, como si fuera infiel a ese mito, me documenté sobre su verdadera historia, que era mucho más triste y siniestra que aquella fantasía maravillosa que me transmitía su nombre.

Amador es para mí, como supongo que para muchos, el recuerdo de mi inocencia y un viaje entrañable a lo que fue mi ciudad.

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