Mis zapatos viven con el miedo incorregible de perderse el uno al otro. Se vigilan con un recelo espantoso, se juzgan mutuamente. Sufren, por así decirlo, de una preocupación enfermiza por romperse, porque al otro no se le ocurra sufrir un leve desgarro de tacón que los condene a ambos, o que una grieta inoportuna los arrastre a una completa inutilidad. Allí, al fondo del armario están en paz. Pero en la calle lloran frenéticamente mientras camino: llora el que va delante, porque no soporta la ansiedad de no saber dónde está el que va detrás. Y así intercalan un lamento que se hace general si me detengo en una esquina cualquiera del centro, en un semáforo en verde y escucho el lloriqueo de otros zapatos que deambulan a mi lado. Hay algunos que por nuevos, pecan de inocentes. Pero los viejos llevan el horror encima. En ellos, la triste advertencia de la muerte vecina nunca se va del todo. Esta mañana me detuve frente a un hombre al que le faltaba una pierna. Su único zapato era como una isla redimida, un silencio de estrella borracha. Dos calles más arriba tuve que tirar los míos. No estaban rotos, ni siquiera tristes, pero me fue imposible caminar con ellos.

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