(Infraordinario)

Era una noche de hambre, cuando unas lágrimas obligaron al niño a entrecerrar los ojos. Un asunto cotidiano. Pero fue la primera vez que, gracias a sus ojos humedecidos, descubría en la llama de una vela a medio consumir, destellos de cristal dorado proyectándose en caprichosos haces.

El hallazgo, más concebido por azar que debido a la exploración de un espíritu inquieto, resultó imprevisto. El niño solía llorar mucho, pero disimuladamente. Ante un estallido paterno, hundía su mirada en la tierra apisonada del hogar y, obedeciendo a su carácter débil, se replegaba sobre si, para ocultar el rostro congestionado de vergüenza y llanto de gritos que, por misterios del mundo adulto, redoblaban su furor con cada nueva lágrima.

Bajo tales circunstancias, pobres eran las expectativas de que ocurriera algo extraordinario.

Aquella noche, la disciplina parecía progresar según lo usual. Un suceso menor, la distribución de una merienda tardía devenida en cena, ocasionó el reclamo por un reparto de rebanadas de pan duro y membrillo que favorecía a su hermana. Y cuando el niño empezó a quejarse con un tímido “A ella siempre” el padre acabó la rebelión a cachetazos. Después solo se oyó la quietud del barrio y algún sollozo pálido.

Todo transcurrió como siempre, salvo una novedad: el niño no bajó la mirada.

Sea por olvido de su propia suerte o por una resignación precoz, su vista se perdió siguiendo el zigzagueo de un mosquito que, en su endemoniada pericia para el desconcierto, sobrevoló la mesa, desapareció tras un ascenso errático, regresó rodeando unos cabellos grises y luego de tres o cuatro vuelos similares, terminó propiciando el encuentro entre el pequeño y la vela. Fue entonces cuando sus ojos, casi paralizados en el afán de inmovilizar unas lágrimas, vieron florecer y marchitar, agonizar y revivir aquellos filamentos de caramelo vivo que no ardían en el fuego de la vela ni en el fuego de las pupilas aunque todo lo incendiaban, hasta eclipsar los rumores del estómago vacío.

Así jugó a la creación, al prodigio de hacer y deshacer minúsculos ramilletes de luz, distrayéndose del calor rioplatense y del desaire familiar. Pero la miseria concede placeres miserables, el llanto se secó pronto, y los hilos de oro perdieron su vigor pese al esfuerzo de sus párpados por retener las últimas lágrimas que sostenían el encantamiento.

Al final, solo quedó una vela humeante. Y un niño que lloraba sin lágrimas.

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