Ese último beso quedó hundido en sus labios, aún sensibles, delicados. Lo guardó muy adentro porque solo él sabía que era el último. La gente en la calle borraba poco a poco su rostro, el ruido de la gran vía silenció ese «adiós cariño» y al llegar aquella noche, se apagó por fin la luz de sus ojos. Todo parecía tan real, tan lejano, tan sencillo, tan… Falso.

La presión y el latir de su feminidad daban fuerza a esos labios para fundirse con los suyos mientras el cabello le cubría la cara a medias. El viento, sí, era el viento el que destapaba su rostro y mostraba esa dulzura contenida en mejillas sonrojadas por la fuerza de la pasión, de la despedida hasta no sé cuándo, hasta no sé dónde. Agitada dijo «adiós cariño» sin pensar. Nunca se despedían así, era ella la que evitaba hacerlo, pero aquella vez fue diferente y no sabía por qué. Era de noche, sus ojos brillaban, los de los dos, ¿sería eso amor?

La decisión estaba tomada desde antes del encuentro, o al menos eso les parecía a los dos. Para ella no había sido más que un beso, para él, una incógnita. Una mentira a sí mismo. Pasaron días, noches en vela, desencuentros programados. El último beso se quedó en Mayo, y ya era Junio. Sería un dulce recuerdo que curaría el tiempo, la gente, la gran vía, mil noches. «Basta ya, déjame» gritó un alma revuelta entre sábanas y labios tiernos, entre almohadas y piel turgente. ¿Sería eso amor?

Dejó las sábanas, la gente, la gran vía, las mil noches, lo dejó todo. 

Dejó todo y fue a perderse. Fue a perderse y se perdió porque ya no había Mayo, ni brillo, ni mejillas, ni labios; estaba ella llorando y la sorprendieron su abrazo, sus caricias, su «te he extrañado». Aquel beso, había sido el último de Mayo, pero nunca sería el último de los dos.

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