Esa mañana nadie percibió una señal inobjetable o cinematográfica o por los menos extraña. El cielo matutino de marzo se avistaba con enormes círculos de nubes traspasados por rayos solares. La mujer y su niño fueron al mercado como todos los días. Las verduras eran más frescas y las frutas más coloridas, pero eso nada anunció. El niño se quedó cuidando las dos bolsas grandes como siempre, mientras su mamá iba a comprar las hierbas y la miel para su infusión contra la alergia. Disfrutaba de esos minutos observando a todos. Veía a las chicas que cruzaban con shorts diminutos y cabellos brillantes; su mirada de deseo era menos infantil. No habían pasado escasos minutos cuando se le acercó un hombre. Nunca antes lo había visto en el mercado. Su rostro casi oculto entre sus cabellos largos y sucios; su barba abundante enraizada en su pétreo rostro enmarcaba sus ojos límpidos, casi transparentes, por los que se contemplaba un alma más humana que otras.

No supo cuánto tiempo transcurrió, pero ya estaba sudando abundantemente y su mano estaba roja y le ardía. El hombre había tomado su mano y lo llevaba por calles que no conocía. Al llegar a una avenida repleta de autos oscuros atascados por el tránsito, miró hacia atrás y pensó al fin en la madre que ahora estaría como loca, realmente como una loca, buscando a su amado hijo.

La marcha siguió y su silencio también. Nadie le daría consuelo a su madre. Al sentir su angustia y dolor como dos puñales clavados en el centro de su cuerpo, se quedó parado y con su fuerza detuvo al señor sin nombre. Quiso decirle que no podía ir con él, aunque en verdad lo quería. Y lo dijo con lágrimas. El hombre soltó su mano y continuó caminando hasta llegar en medio de la pista. Los conductores enloquecieron. Gritaban y tocaban todo lo que hiciera ruido en sus carros.

Entonces el hombre miró al cielo, las nubes se abrieron y descendió Él.

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