La niña que cada tarde hurgaba con una rama, el hormiguero asentado bajo un inmenso árbol de mango que había crecido en el solar de su casa, regresó diez años después al hogar, luego de terminar sus estudios, graduarse como bióloga con honores y haber naufragado en una chalupa, mientras viajaba en una expedición por el rio Guainía.

Durante los años de ausencia nunca dejó de notar una extraña sensación de vació cada vez que reconocía el sonido de un mango al golpear al piso. Le sucedió cuando, en época de verano, se sentaba a estudiar en la zona verde junto a la facultad de ciencias. En esa época, los frutos maduros de los árboles de mango, con el rigor del verano, caían a la tierra, se abrían y llenaban el ambiente de un olor dulzón que le recordaba su infancia. También le sucedió en el parque de Puerto Inírida, cuando llegó por primera vez, aún con el diploma universitario bajo el brazo, un morral bordado con nombres de ciudades del mundo que quería conocer y una vieja cámara réflex en sus manos. Le sorprendió el estruendo de la lluvia de mangos que caía sobre los techos de zinc de las viviendas, el sonido metálico que producían al rodar por el tejado antes de caer al piso, donde la mayoría terminaban por pudrirse.

Al final, también llevaba un mango en sus manos, que había recogido del piso del parque central antes de subirse a una chalupa para visitar comunidades indígenas. Cerca del imponente cerro Mavicure, en mitad de la selva, su embarcación se estrelló contra un tronco de madera que emergió de repente del rio. El motorista no tuvo tiempo de reaccionar. La chalupa se destrozó con el impacto y se hundió. Cuando abrió los ojos de nuevo, la niña del mango se encontraba de regresó a su hogar.

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