Infraordinario.
Estuvo viniendo a morir a la entrada de casa. Venía todos los días, o casi (sabía si había estado por el montoncito de ceniza de la entrada, camuflada entre las hojas del prunus que caían igual en verano que en otoño y en invierno). Venía despacio, apoyando sus pocos kilos y su vida larga en un bastón de madera. Se sentaba ceremonioso en el murete que separa el camino de la rampa del garaje y fumaba con parsimonia.
Y un día no hubo ceniza. Ni al siguiente. Ni al otro. Y, al darme cuenta, casi me mata la estúpida Muerte que me gritaba desde el camino limpio de residuos de un cigarro que parecía eterno.
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